Las regiones aptas para sembrar cafetales se podrían reducir hasta un 50% a nivel global en los próximos 30 años. Colombia, tercer productor del mundo, busca mantenerse un paso por delante, mientras se exploran nuevas latitudes más propicias donde cultivar, como Argentina.

El café es un cultivo caprichoso. Solamente se puede producir en una franja particular del planeta, entre los trópicos y a determinadas alturas sobre el nivel del mar, donde los patrones de temperatura y humedad facilitan su maduración. Sin embargo, el cambio climático amenaza ese fino equilibrio y dibuja nuevos horizontes en cuanto a la forma y lugares de producción de una de la materias primas que más dinero mueve en el mundo.

Recientemente, un nuevo estudio encendió las alarmas de los cafeteros del mundo. Un grupo de investigadores de la Universidad de Ciencias Aplicadas de Zúrich analizó la viabilidad futura del cultivo de café -junto con el de anacardo y aguacate- basándose en un conjunto de 14 modelos climáticos, además de otros factores como cambios en el PH y textura de la tierra a raíz de patrones de lluvia alterados. La conclusión más llamativa de la investigación es que las regiones aptas para sembrar cafetales se podrían reducir hasta un 50% a nivel global en los próximos 30 años. Esta tendencia, asegura el análisis, será consecuencia de un aumento de la temperatura media en los principales países productores, como Brasil, Vietnam, Colombia o Indonesia. Sin embargo, este mismo incremento podría significar también que ciertas zonas, en las que hasta ahora no se daban las condiciones, serán capaces de sostener plantaciones en el futuro cercano.

Por lo tanto, los ojos de los caficultores ya están puestos en adaptarse a ese porvenir que, a todas luces, será hostil. En Colombia, tradicional país cafetero y tercer productor mundial, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el Centro Nacional de Investigaciones de Café (Cenicafé) lleva desde 1938 trabajando por fortalecer los cafetales del país. Ante este nuevo panorama climático, su trabajo se ha intensificado. Al mismo tiempo, varias latitudes más al sur, en Argentina, donde los granos siempre se han importado, están empezando a crecer tímidamente algunas plantaciones.

La búsqueda de nuevas tierras para el café no es nada nuevo. A pesar de ser un cultivo originario de las montañas de Etiopía, desde inicios del siglo XX el eje cafetero colombiano se estableció como el paraíso de los cafetales, pues en las tierras de los departamentos que lo componen –Quindío, Risaralda y Caldas– se cumplen las condiciones ideales: alturas de entre 1.200 y 1.800 metros sobre el nivel del mar, temperaturas entre los 17º y 23 °C, y precipitaciones cercanas a los 2.000 milímetros anuales. No obstante, ante una demanda siempre creciente, los caficultores colombianos, que en un 96% son pequeños productores, han ido desplazando la frontera de la altura a lo largo de las décadas, cuidando sus cultivos para que prosperen en las pronunciadas laderas andinas. Con el calentamiento global esta tendencia podría intensificarse, ya que la alta montaña tropical podría pasar a ser un entorno óptimo para los cafetos.

La pandemia nos dio la oportunidad de reformular los sistemas alimentarios mundiales para que puedan nutrir a la población del planeta –que, se espera, alcance los 9.700 millones de personas en 2050– y provea a los pequeños campesinos un sustento más decente, hoy y en el futuro.

Incluso antes de la pandemia, nuestros sistemas alimentarios estaban siendo perturbados por condiciones meteorológicas cada vez más graves y extremas, tales como las sequías, y por biodiversidad en declive. Pero ellas mismas también contribuían a esas perturbaciones, ya que la manera en que producimos y distribuimos alimentos representa más del 30% de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) globales. Si bien el acuerdo climático de París contempla objetivos para reducirlas, al paso que vamos el mundo no los cumplirá.

De manera similar, en 2015 los estados miembros de las Naciones Unidas acordaron el Objetivo de Desarrollo Sostenible de acabar con el hambre, mejorar la nutrición y alcanzar la seguridad alimentaria (ODS 2) para 2030. Y, sin embargo, el hambre ha subido cinco años seguidos, tendencia acelerada significativamente por la pandemia de covid-19.
Se estima que en 2019, 690 millones de personas sufrían hambre en el planeta, un aumento de 10 millones con respecto a 2018 y de 60 millones desde que la adopción del ODS 2 [y el último informe sobre El estado de la inseguridad alimentaria en el mundo 2021, publicado tras la escritura de este artículo, estima que a finales del 2020 entre 720 y 811 millones de personas se levantaban sin saber si iban a comer ese día]. Se sabe que al menos 3.000 millones no pueden permitirse dietas saludables. Hoy, 41 millones de personas están al borde de la inanición.

Los medios de vida rurales también han estado bajo grandes presiones. Los pequeños campesinos generan la mitad de las calorías alimentarias del planeta y son cruciales para la seguridad alimentaria de hogares y comunidades. Sin embargo, millones de productores a pequeña escala y trabajadores rurales en el mundo en desarrollo viven en la pobreza.

La pandemia nos da la valiosa oportunidad de reformular los sistemas alimentarios mundiales, de modo que puedan nutrir a la población del planeta –que, se espera, alcance los 9.700 millones de personas en 2050– y provea a los pequeños campesinos un sustento más decente, hoy y en el futuro. Todo proyecto de plan de esos sistemas debe tener en su base la sostenibilidad y la equidad, y las poblaciones rurales en el centro.

Según la Food and Land Use Coalition (Coalición para la Alimentación y el Uso de la Tierra), creada en 2017 por ONG y otras organizaciones de defensoría, el mundo podría avanzar considerablemente en apenas una década. Una agenda de reformas concertada para transformar los sistemas alimentarios podría alcanzar hasta un 30% de las reducciones de emisiones necesarias para cumplir los objetivos del acuerdo climático de París, al tiempo que eliminaría en gran medida la desnutrición, aceleraría el crecimiento del ingreso del 20% más pobre de la población rural y elevaría sustantivamente la seguridad alimentaria (entre varios otros objetivos).

Por supuesto, todo ello costaría dinero, entre 300.000 y 350.000 millones de dólares al año hasta 2030. Pero no hay dudas que sería dinero bien gastado: una inversión de menos del 0,5% del PIB global generaría un retorno social de cerca de 5,7 billones de dólares cada año.

Las estimaciones de Ceres2030, un proyecto de investigación internacional que trabaja en la medición de los avances hacia el ODS 2, proyectan una imagen parecida. Muestran que, para acabar con el hambre, duplicar los ingresos de los campesinos de pequeña escala y limitar las emisiones en línea con lo acordado en París, será necesario que los gobiernos donantes dupliquen su contribución actual para seguridad alimentaria y nutrición –en promedio, unos 14.000 millones al año de dólares– hasta 2030. Los países de ingresos medianos y bajos también tendrían que aportar 19.000 millones adicionales anuales desde sus propios presupuestos.

Una agenda de reformas concertada para transformar los sistemas alimentarios podría alcanzar hasta un 30% de reducciones de emisiones, al tiempo que eliminaría en gran medida la desnutrición.

Para elevar al máximo los efectos de esos fondos, deberían fluir directamente a las poblaciones rurales y complementarse con iniciativas para que las personas pobres de este ámbito aprovechen las oportunidades económicas disponibles no solo en la producción de alimentos, sino en todas sus cadenas de valor, como el procesamiento, el envasado, el mercadeo y los servicios a la economía rural.

Más allá de la ayuda oficial, los bancos públicos de desarrollo deben alinear mejor sus financiamientos –que representan el 10% de toda la inversión global– con el acuerdo climático de París y los ODS. Por su parte, el sector privado debe invertir más en sistemas alimentarios sostenibles e igualitarios. Será esencial establecer relaciones de asociación significativas entre campesinos de pequeña escala y el gran sector del agronegocio.

También habría que desarrollar soluciones financieras innovadoras con el objetivo de hacer que la inversión se dirija a las áreas rurales. La explosiva demanda de vehículos de inversión de impacto demuestra que esas soluciones pueden marcar una diferencia.

Al mismo tiempo, las poblaciones rurales necesitan un acceso más fácil a servicios financieros específicamente destinados a ellas, de modo que puedan ahorrar, invertir y empoderarse para ir mejorando su sustento. Para ello será necesario una fuerte campaña de las instituciones financieras: tal como están las cosas, apenas alrededor del 60% de las personas del campo tiene acceso a una cuenta bancaria, y no necesariamente se traducen en el uso de servicios de ahorro y crédito.

La buena noticia es que el mundo está despertando a la importancia de invertir en sostenibilidad. Ya los gobiernos han comenzado a enverdecer sus gastos públicos, y poco a poco las compañías van ajustando sus modelos de negocio –incluidas sus decisiones de suministro- para que se alineen con los imperativos de lo sostenible. Ahora debemos aprovechar estas tendencias para dirigir un nivel de inversión mucho mayor hacia sistemas agrícolas en los países en desarrollo que se basen mucho más en el desarrollo de conocimientos, la resiliencia climática, la diversificación y la equidad.

La próxima Cumbre sobre los Sistemas Alimentarios, convocada por el Secretario General de la ONU António Guterres, es una oportunidad crucial para dar un inicio a este proceso. Por primera vez en la historia, gobiernos, campesinos, compañías y grupos de la sociedad civil de todo el planeta se reunirán para conversar maneras de transformar nuestros modos de cultivar, procesar y consumir alimentos. En la cumbre, estos debates deberían culminar en compromisos concretos para cada paso del proceso, desde la granja al tenedor.

Podemos desarrollar sistemas alimentarios que den sustento a una población global de 9,7 mil millones. Es posible desarrollar sistemas que funcionen para los actores que les dan vida, desde el campesino de pequeña escala al empleado del supermercado. Y podemos desarrollar sistemas sostenibles ambientalmente. Cuanto antes asumamos el desafío, antes la humanidad podrá girar el timón hacia un rumbo más seguro.

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El periódico digital del Programa de Investigación Estratégica en Bolivia (PIEB) realizó una entrevista al investigador argentino Juan Wahren, quien es aliado del Movimiento Regional por la Tierra y Territorio y autor del capítulo de Argentina del Informe 2016 Acceso a la tierra y territorio en Sudamérica. Acá se publica la entrevista:

Las movilizaciones por la tierra en Argentina demandan tiempo y esfuerzos a los campesinos y/o indígenas, pero casi simultáneamente les exige desplegar prácticas productivas alternativas para su sobrevivencia, dice el sociólogo Juan Wahren.

Wahren participó como disertante en el IV Foro Andino Amazónico realizado en La Paz, en la mesa sobre Estrategias y demandas de acceso a la tierra y territorio en Sudamérica.

En esta entrevista con el Periódico Digital del PIEB, el sociólogo e investigador de la Universidad de Buenos Aires, Juan Wahren, explica el devenir de las luchas campesinas e indígenas de Argentina, al igual que la actividad productiva que casi al mismo tiempo deben desarrollar estos sectores con apoyo solidario de sectores urbanos.

Conocemos los movimientos campesinos por la tierra en varios países, pero ¿por qué no se sabe del movimiento campesino por tierras en Argentina?

Argentina se ha construido a sí misma como un país urbano, casi de origen europeo, ha negado en parte su historia campesina e indígena, incluso también lo afro... Creo que hay 28 pueblos indígenas en Argentina que conforman un poco más de un millón de habitantes, de una población total de 41 millones de personas… En el caso campesino, hay provincias con nivel de organización nacional en los años 90, como aquí en Bolivia, y que fueron los primeros en resistir el agronegocio. Los pueblos indígenas fueron consiguiendo, en un proceso de reconfiguración territorial y cultural, varias leyes que aprobaron sus reclamos, a nivel internacional, primero, pero que después fueron incorporadas en la Constitución nacional de 1994… En el año 86 ya había una ley de reconocimiento indígena a nivel nacional y en el 94 ya tuvo rango constitucional el Convenio 169 de la OIT. Hay datos que demuestran que ese componente estaba presente y en los últimos años hubo una recomposición identitaria fuerte.

¿Cómo está dado entonces el problema campesino frente a la tierra y propiedad?

Lo que tiene Argentina, además del sujeto campesino, es el chacarero, el farmer, el pequeño o mediano productor que produce alimentos en una lógica familiar pero que tiene acumulación de capital, es una mezcla de empresario agrícola y campesino. Ese sujeto tuvo una presencia importante en la zona núcleo productiva, en la pampa húmeda; hoy, gran parte de ese sujeto desapareció o se reconvirtió al agronegocio, pero otra parte resiste y está más cerca de reivindicaciones típicamente campesinas. Por otro lado, el sujeto campesino ya en los años 70 había emergido en las ligas agrarias en el Noreste de Argentina, Chaco, Misiones, Formosa, Corrientes, Norte de Santa Fe y Norte de Santiago del Estero, donde se planteó por primera vez la reforma agraria. Eso se exterminó durante la primera dictadura militar, y de alguna manera se regeneró a fines de los años 80 y 90 cuando empezó a pelear por tierras que no estaban siendo producidas y defender las tierras campesinas que estaban siendo avanzadas por el agronegocio. En el caso indígena, en los años 70 empezó a haber una emergencia de recuperación cultural que terminó de cristalizarse a fines de 80 y 90 con nuevas organizaciones indígenas con reclamos territoriales de esos territorios de los cuales habían sido expulsados. Entonces ha habido ocupaciones de tierra importantes y sobre todo reconstitución de la comunidad o de la federación de comunidades...

Hay un reclamo identitario y usted menciona que esto va con la toma de posición de territorio…

Sí, es tal. Están aquellos que ya vivían en la tierra y que por distintos motivos deciden recuperar su identidad en ese territorio; están los que ya eran comunidad indígena también pero que de repente ven amenazado su territorio por el avance de una actividad extractiva; y están los que autoidentificándose como indígenas o siendo indígenas dicen “vamos a recuperar ese territorio que era de nuestros abuelos”. Es el caso de Santiago Maldonado (activista asesinado que apoyaba a los mapuches), es una comunidad que va recuperar un territorio que era mapuche y que en los años 20, 30, 40 lo perdieron por desalojos; ellos dicen •nuestros abuelos vivían acá, nosotros tenemos derecho a vivir acá de nuevo”, además está reconocido por la Constitución nacional por el artículo 169 de la OIT, que dice que los indígenas pueden recuperar el territorio una vez que se haya determinado la causa por la cual fueron desalojados.

Eso implica procesos de violencia, ¿no?

Violencia de los poderes estatales y paraestatales, los terratenientes no se quedan de brazos cruzados y organizan sus guardias privadas. Amedrentamientos ha habido en la última década, entre 2009 y ahora, con el asesinato de Santiago Maldonado, tenemos casi 10 muertos o desaparecidos por luchas, por causa de policías provinciales, guardias privadas, gendarmería nacional, son dos o tres campesinos asesinados y seis o siete indígenas, más Santiago Maldonado.

Eso implica a veces que las movilizaciones estén concentradas en defenderse y no en la construcción de una economía propia, ¿cuál es la perspectiva?

Una vez que logran ocupar el territorio, sea de manera permanente o en el marco de la disputa, empiezan a reproducir rápidamente prácticas productivas alternativas, porque tiene que ver con la sobrevivencia, ni siquiera es una cuestión siempre consciente o de proyecto político alternativo: decir vamos a producir de forma no capitalista. Pero de alguna manera para permanecer en el territorio tienen que hacer algo y ese algo implica una lógica de producción que en general está ligada a una lógica de respeto por la naturaleza. En aquellos que no están en disputa, eso es más fuerte porque tienen más tiempo para poner en práctica las formas productivas alternativas, lógicas de producción campesinas, sin agrotóxicos, sin elementos que dañen la naturaleza, como más agroecológica la llamamos ahora, esa síntesis que se logra entre lo campesino, lo indígena y el saber agronómico yuxtapuesto.

También, lo que ha crecido mucho en Argentina son las cadenas de comercialización alternativa, ese comercio más justo donde el campesino obtiene un mejor precio por lo que llevan al mercado y el consumidor también tiene una mejor calidad del alimento, es más económico que si va al supermercado... Eso implica procesos de solidaridad, de reciprocidad, de movimientos urbanos que se articulan con rurales para armar las cadenas de comercialización, este encuentro entre productores y consumidores. Hay un proceso interesante, todavía incipiente y pequeño frente a la cadena hegemónica pero que tiene mucha potencialidad.

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El brasileño, que fue asesinado el día 5 de junio en la Amazonia junto al periodista Dom Phillips, instruía a los nativos para que documentaran sus denuncias

São Paulo - 21 JUN 2022

El brasileño Bruno Pereira tenía las piernas llenas de picaduras de mosquitos, que se habían dado un banquete en su última expedición. Su trabajo ahora implicaba instruir a los nativos en nuevas tecnologías para que, combinadas con los saberes milenarios, pudieran documentar las invasiones ilegales de sus tierras y presentar a la policía denuncias sólidas. Él y varios colegas indigenistas les enseñaban a hacer y leer mapas, a utilizar GPS y drones, a elaborar informes. El experto de 41 años, asesinado el pasado 5 de junio en la Amazonia junto al periodista británico Dom Phillips, trabajó durante una década para el organismo oficial creado para proteger a los nativos. Pero, cuando en 2019 concluyó que la Fundación Nacional del Indio (Funai) se había desviado de su cometido oficial hasta convertirse en enemiga de esta minoría, pidió un permiso sin sueldo y empezó a velar por ellos desde la sociedad civil. Se alió con Univaja, la asociación que agrupa los siete pueblos del valle de Yavarí que, tras siglos de guerras entre sí, ahora defienden juntos sus tierras.

Era una autoridad sobre los indígenas no contactados por los blancos. Menos de tres meses antes de ser asesinado río arriba, fue entrevistado en la ciudad de Atalaia do Norte, la entrada del valle, para el reportaje Amenazados: las últimas tribus aisladas de Brasil, una crónica sobre quiénes los protegen y quiénes los amenazan. En el valle Yavarí viven más tribus de las que evitan el contacto con extraños que ningún otro lugar del planeta.

Gracias a la información reunida por los patrulleros indígenas sobre las invasiones, la policía confiscó en algunos casos capturas ilegales y detuvo a furtivos. Univaja sostiene que, en otras oportunidades, las autoridades hicieron caso omiso a sus informes, como uno reciente con detalles sobre la banda criminal que, según la asociación, estaría detrás de la pesca y la caza ilegal en el valle de Yavarí y a la que pertenecerían los pescadores furtivos acusados del asesinato.

Pereira se había convertido en alguien realmente incómodo, la Funai lo denunció por conflicto de intereses. Las amenazas contra él y los vigilantes indígenas del valle de Yavarí se multiplicaron.

Era uno de los profesionales más respetados y amenazados del oficio. Su vocación era proteger a sus compatriotas indígenas, especialmente a los no contactados por los blancos. Durante una entrevista contó que su próximo gran proyecto, junto a los patrulleros indígenas que estaba formando, era renovar la señalización de parte de los límites de la tierra indígena Yavarí. Una expedición de 350 kilómetros por la selva con un doble objetivo: fijar los lindes para disuadir a los que palmo a palmo comen terreno ilegalmente a la jungla para cultivar, y reforzar la conexión de los indígenas con ese rincón de su tierra. Apasionado de su oficio, era consciente de que habían pateado un avispero.

Un pescador furtivo confesó el doble asesinato y dónde enterró sus cuerpos. Los allegados de las víctimas, que estuvieron 11 días desaparecidas, han criticado la celeridad con la que la policía pretende descartar un posible asesinato por encargo. El reportero, colaborador de The Guardian, The Washington Post, y otros medios, acompañaba a Pereira para recabar información para un libro.

El británico era un periodista musical que, 15 años atrás, había desembarcado en Brasil para cambiar de aires por una temporada y escribir sobre la vibrante escena musical de São Paulo. Le gustó el país, se fue quedando y comenzó a trabajar como freelance para medios internacionales. En los últimos tiempos estaba dedicado a temas medioambientales. Profesor voluntario de inglés en favelas, vivía con su esposa, Alessandra Sampaio, en Salvador de Bahía.

Pereira era un veterano con muchas expediciones en su espalda y sorprendía a sus colegas con una resistencia infinita en aquel ambiente tan hostil. Estos días ha viralizado un vídeo suyo. Se le ve relajado, feliz, sentado en la espesa vegetación mientras entona una canción en alguna de las lenguas indígenas que hablaba.

Pero también explicó el creciente riesgo que corren quienes protegen las tierras indígenas y a sus habitantes en Amazonia. Sufría amenazas hacía años. Siempre iba armado. Tomaba otras precauciones, prefirió no ser fotografiado. En el valle de Yavarí, como en otras regiones de Amazonia, confluyen múltiples ilegalidades, poderosos intereses y rutas de la droga. Las amenazas comenzaron cuando aún era funcionario de la Funai. A uno los colegas con los que trabajaba en esa época en el valle de Yavarí lo mataron a tiros en un crimen que no ha sido resuelto.

Pereira fue destituido en la Funai después de que liderara una gran operación contra la minería ilegal, que acabó con la confiscación de decenas de embarcaciones. Era principios de 2019. Hacía solo unos meses que Jair Bolsonaro había llegado a la presidencia con su discurso a favor de autorizar la explotación de las tierras indígenas —ahora prohibido por ley— que considera a los nativos y el medio ambiente un obstáculo para el desarrollo económico. Cayó en desgracia para una administración que apartó a técnicos experimentados y colocó al frente de la política indigenista a policías y militares.

Aunque estaba instalado con su familia en Belém (Pará), pasaba temporadas en el valle de Yavarí. El indigenista Pereira nació en Recife (Pernambuco), estudió allí periodismo y hasta ejerció el oficio antes de convertir su interés por los indígenas en su profesión. Deja pareja, la antropóloga Beatriz Mato, y tres hijos.

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La Declaración de los Derechos Campesinos en la ONU

La aprobación y adopción de la Declaración sobre los Derechos de los Campesinos y Otras Personas que Trabajan en las Zonas Rurales representa un hecho histórico para el propio sistema internacional de derechos humanos, así como para las comunidades campesinas del mundo. Ha sido una lucha de más de 17 años de La Vía Campesina que, junto con aliados, logró impulsar en el seno de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) el debate sobre el rol y situación del campesinado.

En plena ofensiva neoliberal, a fines de la década de los 90, el capital financiero profundizó sus tentáculos en el campo, la mercantilización y financiarización de la agricultura provocaron despojos y desalojos, aumento de la violencia y persecución contra las comunidades campesinas, privatización de las semillas, trabajo esclavo, destrucción de mercados locales y aumento del hambre y la migración, destrucción de la naturaleza y contaminación, entre otros flagelos.

Esta arremetida neoliberal profundizó los mecanismos de la Revolución Verde, potenciando su capacidad de acaparamiento y destrucción, de la mano de la tecnología transgénica asociada al uso masivo de agrotóxicos. El único objetivo: grandes lucros para las corporaciones transnacionales, pero a costa de graves consecuencias para la humanidad.

En el campo, aumentó la concentración y privatización de la tierra, el trabajo esclavo o precarizado, la contaminación con agrotóxicos, la destrucción de millones de hectáreas de selvas y bosques nativos. A medida que el proceso avanzó, fue creciendo la resistencia en el campo, lo que trajo aparejado la persecución y criminalización de campesinas y campesinos. La violencia en el campo es un elemento sobre el que se sostiene el agronegocio: asesinatos y encarcelamiento de campesinas y campesinos, y el redireccionamiento de los recursos públicos hacia el agronegocio, dejando a los campesinos sin posibilidad de acceso a créditos y mercados.

La propaganda neoliberal incluía la idea del fin de la historia, como parte del intento de despolitización de la sociedad. En el plano agrario, se lanzó la teoría del “Fin del Campesinado”, sugiriendo que las familias campesinas iban a desaparecer y que solo el agronegocio era capaz de alimentar a la humanidad.

En el plano de la gobernanza internacional el lobby neoliberal impulsó nuevas instituciones, tratados y acuerdos que fueron construyendo un andamio de jurisprudencia que en lugar de estar anclada en los Derechos humanos y la democracia, está basada en la Libertad del capital financiero y mecanismos de blindar a las empresas frente a la resistencia y lucha de los pueblos. Un claro ejemplo es la UPOV (Unión de protección de obtentores vegetales) que se encarga de legitimar la apropiación de conocimiento genético.

Las organizaciones campesinas resistieron en todos los rincones del planeta. La conformación de La Vía Campesina se da en ese contexto, destacándose la lucha por la tierra y contra la Organización Mundial del Comercio (OMC) y las políticas de libre mercado que abrían las puertas a las corporaciones en todos los continentes.

A medida que avanza la agricultura industrial se agudiza la crisis alimentaria global y también la crisis climática. Frente a esta situación, La Vía Campesina además de articular la resistencia sistematiza propuestas y horizontes con esperanza. No solo que no era el fin del campesinado, sino que el campesinado es parte de la solución posible a las crisis provocadas por la dinámica de acumulación del capital. Así se inicia el debate de la soberanía alimentaria, y se lanza la campaña Global por la Reforma Agraria. Esos debates irrumpen en 1996 en el Consejo de Seguridad Alimentaria de la ONU. Planteando que para lograr resolver la crisis alimentaria, es condición necesaria el desarrollo y fortalecimiento de la agricultura campesina, local, y para eso la democratización de la tierra.

Así, la discusión sobre los derechos de los campesinos siempre estuvo ligada a propuestas sobre las políticas agrarias necesarias para poder superar la crisis alimentaria.

En 2001 se realiza un congreso internacional sobre derechos campesinos en Indonesia, coordinado por la Unión Campesina de Indonesia (SPI), donde comienza a plantearse la necesidad de construir una declaración de derechos campesinos en la ONU.

En el año 2003, en la IV Conferencia Internacional de LVC realizada en Sao Paulo, Brasil, en su declaración final se establece: “Adquirimos el nuevo compromiso de impulsar la lucha por los Derechos Humanos y Campesinos. Desarrollaremos desde las organizaciones campesinas una Carta Internacional de los Derechos Campesinos”. Y entre los años 2004 a 2006 junto a CETIM y FIAN se verificaron y documentaron casos paradigmáticos de violaciones a los derechos campesinos en todos los continentes.

Un intenso trabajo en el Consejo de DDHH

En junio de 2008 en Yakarta, se realizó la Conferencia Internacional de Derechos Campesinos, con la participación de más de un centenar de representantes de las organizaciones que conforman La Vía Campesina de todo el mundo y de un millar de miembros de la SPI, y ese mismo año pero en octubre, la V Conferencia Internacional de Vía Campesina, realizada en Mozambique, aprobó la Carta de los derechos de las campesinas y campesinos. Con el sustento de miles de luchas locales, y cientos de informes que documentaron violaciones en las comunidades rurales, se inició el desafío en Naciones Unidas.

Esta carta, que luego será el puntapié inicial para la Declaración, nace directamente de las experiencias y luchas campesinas en todo el mundo. Por eso podemos afirmar que la Declaración es la traducción de esa realidad y su reconocimiento en Naciones Unidas.

En 2012, luego de un intenso trabajo, el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas resuelve la creación de un grupo Intergubernamental de Trabajo que tiene la misión de proponer al mismo un texto sobre una declaración de derechos de los campesinos. Este grupo fue presidido por el Estado plurinacional de Bolivia acompañado en la coordinación por Sudáfrica y Filipinas. A partir de entonces un grupo de expertos realiza un estudio sobre la situación y propone un texto en base a la carta de Vía Campesina adaptando el lenguaje a los estándares de ONU.

Bolivia garantizó un proceso transparente y participativo en el Consejo. En 6 años, 5 borradores se fueron modificando luego de cada sesión, tomando los aportes de los Estados y de la sociedad civil que se sumó con fuerza al proceso representada por organizaciones de campesinos, pescadores artesanales, pastores, trabajadores agrícolas, pueblos indígenas y de derechos humanos (DDHH) que participaron activamente con propuestas.

Durante los años 2013 y 2014, se llevó el debate a la Comisión Interamericana de DDHH, donde la CLOC LVC, junto con FIAN y CELS presentaron informes sobre la relación entre la violación a los derechos campesinos en la región y las corporaciones transnacionales.

El 28 de setiembre de 2018, el Consejo de DDHH adoptó la Declaración con una holgada votación, y fue sin dudas un avance sustancial del sistema de DDHH con una perspectiva pluricultural y humanista. En el informe oficial de presentación del texto definitivo, se destacó el llamado urgente de la Alta Comisionada Adjunta de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Kate Gilmore, a finalizar la labor sobre el proyecto de Declaración “a fin de responder a más de 1.000 millones de personas que viven en las zonas rurales, quienes suministran una elevada proporción de los alimentos”. El Informe también destacó el apoyo de la FAO a la Declaración, tomando en cuenta que la misma contribuirá en el objetivo de hambre cero y la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible, ayudando a alcanzar el potencial que tienen y a superar los desafíos que enfrentan en su vida cotidiana.

Este proceso colocó varios debates al seno de Naciones Unidas, en primer lugar el reconocimiento del campesinado como una clase mundial y significativa que sufre violaciones sistemáticas a sus derechos, en segundo lugar, si en las legislaciones deben primar los derechos humanos o los intereses corporativos de las transnacionales. En este sentido, el Consejo de DDHH fue contundente: deben primar los Derechos Humanos, y esta Declaración es un instrumento fundamental para poder establecer los estándares y las políticas en el campo de forma de garantizar los derechos de las campesinas y campesinos. También la perspectiva de los derechos colectivos como parte de la cosmovisión pluricultural del sistema.

El proceso desde un inicio contó con el apoyo del proceso de integración latinoamericana, la propia CELAC dio su respaldo así como el GRULAC (grupo de países latinoamericanos en la ONU) al que luego se sumaron el G77, abriendo camino en Asia y África donde también tuvo amplio respaldo. Como era de esperarse, los países más subordinados a los intereses de las transnacionales y de carácter imperialista y colonialista se opusieron desde el principio: así EEUU, Reino Unido, Israel, Japón y una buena parte de la Unión Europea fueron permanentes en su negativa.

Sin embargo, en diciembre de 2018, y por una amplia mayoría, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó y adoptó la Declaración de los derechos de campesinos y de otras personas que trabajan en áreas rurales.

Brasil y Argentina habían apoyado todo el proceso, pero con la llegada al poder de Macri y Bolsonaro terminaron en abstención; a la inversa, México, que había puesto reparos, ya con Andres Manel López Obrador electo presidente, votó afirmativamente.

La adopción de esta Declaración termina con la idea neoliberal del “fin del campesinado” y hace un fuerte llamado a los Estados, no solo a reconocer la identidad campesina, sino su rol, y a trabajar para terminar con las violaciones a sus derechos. Eso en un contexto de grave violencia rural global, con situaciones extremas como la colombiana, donde en 2018 fueron asesinados 105 líderes campesinos y 44 líderes indígenas, o como Brasil donde en 2017 asesinaron a 71 campesinos por conflictos de tierra o ambientales.

Según el Grupo ETC, la agricultura campesina cuenta tan solo con ¼ de las tierras agrícolas, pero alimenta a más del 75% de la población mundial, mientras que la agroindustria subordinada al capital financiero, con ¾ de las tierras agrícolas, sólo llega al 25% de la población.

Garantizar la vida y modo de producción campesina es estratégico para el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la ONU, y el proceso coincide con el lanzamiento del Decenio de la Agricultura Familiar, ratificando la importancia del sujeto en ese contexto.

Derechos campesinos y obligaciones de los Estados

La Declaración, en su Preámbulo y sus 28 artículos, consigna los derechos de los campesinos y obligaciones de los Estados; el texto es un compendio fundamental para la planificación y renovación de la política agraria mundial en todos sus niveles.

Algunos elementos para destacar:

El Artículo 15 resalta: “Los campesinos tienen el derecho a definir sus propios sistemas agroalimentarios, reconocido por muchos Estados y regiones como el derecho a la soberanía alimentaria”. De esta manera, la ONU reconoce y reivindica la propuesta política que Vía Campesina introdujo en 1996 en los debates del Consejo de Seguridad Alimentaria de ONU respecto a cómo abordar la crisis alimentaria que afecta a más de 1000 millones de personas en todo el mundo.

El Artículo 16 establece: “Los Estados adoptarán medidas apropiadas para reforzar y apoyar los mercados locales, nacionales y regionales en formas que faciliten y garanticen que los campesinos y otras personas que trabajan en las zonas rurales accedan a esos mercados y participen en ellos de manera plena y en igualdad de condiciones para vender sus productos a unos precios que les permitan, a ellos y a su familia, alcanzar un nivel de vida adecuado”. Se destaca la importancia de la intervención estatal para garantizar precios justos e ingresos adecuados. En la Argentina, la diferencia de precio entre lo que se paga al campesino y lo que paga el consumidor ronda entre el 500 y el 1600%, situación que sólo es posible resolver con una política pública que intervenga en defensa de quienes producen y del pueblo que consume.

El Artículo 17 señala: “Los campesinos y otras personas que viven en zonas rurales tienen derecho a la tierra, individual o colectivamente, (…) y en especial tienen derecho a acceder a la tierra, las masas de agua, y los bosques, así como a utilizarlos y gestionarlos de manera sostenible para alcanzar un nivel de vida adecuado, tener un lugar en el que vivir con seguridad, paz y dignidad y desarrollar su cultura” y recomienda a los Estados “la Reforma Agraria, para facilitar el acceso equitativo a la Tierra y su función social evitando la concentración”.

Este artículo es vital en el actual contexto de concentración y acaparamiento de la tierra. En América Latina, el 1% de los propietarios concentra más de la mitad de las tierras agrícolas, y tiene la distribución de tierras más desigual de todo el planeta: el coeficiente de Gini –que mide la desigualdad, 0 para la igualdad y 1 para la extrema desigualdad– aplicado a la distribución de la tierra en el continente alcanza al 0,79, muy por encima de Europa (0,57), África (0,56) y Asia (0,55).

En Argentina, según OXFAM, el 83% de las Unidades Productivas Agropecuarias detentan solo al 13,3% del total de tierras productivas. Según otro estudio, la Agricultura Familiar representa a ⅔ de los productores, pero sólo accede al 13,5% de la superficie de tierra agraria. En 2014, el gobierno argentino, realizó un muestreo de casos de conflicto por la tierra campesina: el resultado arrojó 852 casos abarcando más de 9 millones de hectáreas en conflicto.

La concentración de la tierra es una barrera estructural al desarrollo de una nación y al disfrute pleno de los derechos de las campesinas y campesinos.

En el Artículo 19 sostiene: “Los campesinos tienen derecho a las semillas (…) El derecho a proteger los conocimientos tradicionales relativos a los recursos fitogenéticos para la alimentación y la agricultura;(…) El derecho a participar en la toma de decisiones sobre las cuestiones relativas a la conservación y el uso sostenible de los recursos filogenéticos para la alimentación y la agricultura”. Frente al permanente avance de las transnacionales en la apropiación de material genético y de fuertes presiones por leyes de semillas que las avalen en el ultraje, este artículo toma especial relevancia.

Otro dato preocupante de la actualidad refiere a los agrotóxicos. La utilización masiva de agroquímicos provoca la muerte por intoxicación de unas 200.000 personas al año en todo el mundo, según un Informe de la Relatora Especial sobre el derecho a la alimentación. Para la Organización Panamericana de Salud, en 12 países de América Latina y del Caribe, el envenenamiento por productos agroquímicos causa el 15% de las enfermedades registradas.

En Argentina, informes del SENASA detallan que el 63% de los controles realizados en frutas, verduras y hortalizas en el mercado, entre 2011 y 2013, detectaron la presencia de residuos de químicos. Estos datos destacan límites al derecho a la salud, al ambiente y a la alimentación saludables, planteado en la Declaración.

La adopción de la Declaración enriquece el sistema de derechos humanos, logrando poner el debate democrático de los Estados por encima del lobby y los intereses del capital, actualizando el sistema desde una perspectiva pluricultural y respetando a las miles de millones de personas que conciben los derechos colectivos como fundamentales para el disfrute de los derechos individuales.

Nuevos desafíos

Ahora iniciamos una etapa de nuevos desafíos, en la cual esperamos que la Declaración sea una herramienta para las luchas campesinas. Es por eso que debemos trabajar para que las organizaciones campesinas puedan apropiarse de la misma, articulando con académicos, sindicatos, legisladores y funcionarios para que la misma pueda ser adoptada a nivel municipal, provincial y nacional, además de convertirse en un instrumento de diálogo entre organizaciones y Estados para avanzar en nuevas legislaciones que traduzcan las obligaciones de los Estados en políticas agrarias adecuadas. También la Declaración será un importante insumo para la dimensión jurídica de los conflictos agrarios.

Al instalar la Declaración en todos los rincones del mundo, vamos a avanzar en procesos de mayor incidencia global, pues se abren ahora horizontes para nuevos mecanismos de promoción y seguimiento de ésta al interior de Naciones Unidas, así como la posibilidad futura de construir una Convención Internacional de los derechos de las campesinas y campesinos.

En el actual contexto de crisis global del capitalismo, donde el imperialismo norteamericano no se resigna a perder porciones de mercado y pretende profundizar sus lazos coloniales con América Latina, los derechos campesinos sólo serán posibles si logramos articular luchas permanentes y prolongadas. La Declaración que conquistamos en Naciones Unidas es también una herramienta para el trabajo de base, la agitación y la organización de las campesinas y campesinos en todo el mundo. Además de servir de articulación para la unidad y la formación política de los líderes y lideresas del campo.

Los derechos campesinos, para ser efectivos, requieren Reformas Agrarias en todo el mundo, que garanticen la Agricultura Campesina y Agroecológica para alcanzar la Soberanía Alimentaria, fundamental para la justicia y la paz mundial; por eso, podemos afirmar que esta Declaración, de fuerte contenido humanista, es un paso adelante para la gobernanza global y los pueblos del mundo. Lejos de ser el “fin del campesinado”, podemos afirmar que las campesinas y los campesinos son protagonistas de las luchas por justicia social en todo el mundo y parte indiscutible de la solución a la crisis alimentaria y de migración que provoca y agudiza el desarrollo del capital financiero y los agronegocios.

– Diego Montón- Colectivo Internacional de Derechos Campesinos, La Vía Campesina. Movimiento Nacional Campesino Indígena Vía Campesina MNCI

Artículo publicado en la Revista América Latina en Movimiento Por la tierra y derechos campesinos
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