El 19 de abril de 1940 se realizó el primer Congreso Indigenista Interamericano, celebrado en Patzquaro, Michoacán, México; desde entonces en esta fecha se recuerda el Día del Indígena Americano.
A 80 años de aquel congreso, hoy más que nunca es necesario proteger a las comunidades originarias frente a una pandemia tan peligrosa como es el COVID-19, reivindicar sus derechos, respetar su identidad y reconocer su preexistencia étnica y cultural.
“No se puede dejar que el virus llegue a los pueblos indígenas y no tomar medidas, ocultar información pertinente sobre el nuevo coronavirus y no ofrecerla en los idiomas originarios y de forma apropiada, es un hoy una nueva forma de etnocidio”, advierten desde la Amazonía brasileña.
Uno de los temas principales a difundir en forma virtual en la Semana de los Pueblos Indígenas, fue la preocupación por la grave ausencia de los gobiernos en la atención de las comunidades indígenas por COVID-19.
En primer lugar, la cuarentena obligatoria expone esta debilidad en la Argentina, Bolivia, Perú, Paraguay y Brasil principalmente, países donde se denuncian desmontes y las quemas con actividades ilegales: tala de árboles, caza y pesca indiscriminada, avasallamiento de tierras y otros, ponen en grave peligro a los Pueblos Indígenas y amenazan sobre su territorio.
En Paraguay reclaman asistencia por coronavirus
Ochenta años después de ese Congreso, del documento que se entregó a los Estados, los mandatos mencionados no se llevaron en cuenta en ningún un país de América (salvo en Bolivia durante el Gobierno de Evo Morales) y en Paraguay mucho menos. “Hasta hoy los pueblos indígenas no figuramos en la agenda política, económica, social y cultural del Gobierno, están olvidados históricamente, inclusive hay tendencias de exterminio de los y las indígenas”, advierten la Organización Nacional de Aborígenes Independientes – ONAI.
Desde la entidad se exige al Estado paraguayo que “se prioricen las políticas para los pueblos indígenas, tan olvidados en cuanto a salud, educación, producción, mercado, precio. Es necesaria una política integral para que las comunidades indígenas salgan de la miseria”.
Actualmente, en esta crisis sanitaria causada por la pandemia del coronavirus, los pueblos indígenas se encuentran cumpliendo la cuarentena tal cual exige el decreto presidencial; nadie sale de sus casas, no van a ningún lado, inclusive han prohibido la entrada y salida de las comunidades, “pero el Gobierno no cumple su responsabilidad con nosotros y nosotras”, advierten los pueblos indígenas.
“No nos llega el apoyo, la cantidad de víveres que llega es muy pequeña, a algunas familias les duran solo 3 a 4 días, es imposible que esas cantidades miserables duren más que eso; ya hizo más de 1 mes de la primera entrega a muchas comunidades, menos aún nos llegan las transferencias monetarias. Desde el Chaco pasan fotos de paquetes de harina de 5 kilos y solo 2 kilos de cada producto, más 2 latas de vaka’i y eso debe durar supuestamente 1 mes, todo esto para nosotros es una gran humillación”, explican.
Desde la ONAI plantean que el Gobierno priorice las políticas y atención a las comunidades, y alerta que los pueblos indígenas están despertando y que existen altas probabilidades que cuando esta medida se levante las comunidades salgan de forma masiva a reclamar en las calles.
Otro mandato de aquel histórico encuentro del 19 de abril, fue la preservación de las tierras y territorios ancestrales de los pueblos originarios, el respeto a los no contactados con la sociedad blanca y en cuanto a quienes tengan contacto la priorización de políticas acordes con la realidad de cada pueblo, sus costumbres, su alimentación, sus creencias, la preservación de sus culturas. “Sin embargo actualmente miles y miles de indígenas no tienen tierra, fueron despojados de sus territorios, están en lucha por recuperarlas, el Gobierno de Mario Abdo debe recuperar, por lo menos una parte de los territorios indígenas y cumplir con todos los acuerdos internacionales asumidos para que las poblaciones indígenas vivan dignamente”, explican desde Paraguay.
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La pandemia del coronavirus no solo está arrebatando vidas y trabajos. También ha quebrado los rituales y símbolos funerarios esenciales para la identidad mexicana
DAVID MARCIAL PÉREZ
México - 31 MAY 2020
Brandon y sus primos han estado toda la mañana raspando la tumba de su abuelo. Raspar significa cavar la tierra, quitar la lápida, abrir el féretro, guardar los huesos en bolsas y dejar espacio en el hoyo para el siguiente difunto. Mientras maniobraban con los restos del señor Fernando, los primos no han parado de fumar cigarro tras cigarro. Dicen que es para protegerse del aire que sale de la tumba, dicen que “el aire” te entra por la boca, te pone los ojos rojos y te da dolor de cabeza.
El féretro de Doña Urita, la esposa del señor Fernando, llegó al cementerio a las 3 de la tarde a hombros de siete de sus 12 nietos. El guarda del panteón les abrió la puerta que llevaba cerrada todo el día y sólo dejó entrar a la familia. Caminaron en silencio bajo un sol de plomo. No hubo pétalos de flores por el suelo, ni cohetes en el cielo, ni alcohol, ni música de mariachis. La pandemia ha obligado a rebajar las tradicionales exequias mexicanas hasta convertirlas casi en un recuerdo legendario.
El panteón de San Andrés Mixquic lleva tres semanas cerrado y nadie termina de acostumbrarse. El cementerio es el lugar más famoso de este pueblo de campesinos y agricultores de la periferia de la capital, casi en el borde con Estado de México. Desde antes de la colonia —cuando Mixquic era un islote en medio del lago de Chalco—, el pueblo tiene una relación especial con la muerte. Mictlantecuhtli era la deidad mexica de los muertos, el custodio del bien morir durante el largo viaje por el inframundo. Una escultura suya, de cuerpo entero y terminada en una calavera sonriente con un tocado sobre el cráneo, preside el patio de la iglesia, que aún forma parte del recinto del cementerio.
A Mictlantecuhtli lo encontraron los frailes franciscanos cuando empezaron levantar la iglesia sobre las ruinas del templo, arrasado en 1521 por las tropas de Cortés. Parte de la cosmovisión nahua —la cultura de los antiguos pueblos del valle de México— sobrevivió sin embargo a la evangelización católica, dando paso a este particular sincretismo mítico-religioso que mezcla calaveras sonrientes y patios barrocos.
La expresión más acabada de este mestizaje es la celebración del Día de Muertos, reconocida por la UNESCO como patrimonio cultural. El día 2 de noviembre, día de los Fieles Difuntos para la Iglesia Católica, el panteón de Mixquic se convierte en una gran fiesta con las tumbas decoradas y repletas de comida y bebida para agasajar a los muertos, que por un día regresan a visitar a sus familiares. El fervor baja de intensidad durante el resto del año, pero cada sepelio solía ser otra celebración.
En Colombia, país de conflictos ambientales y campesinos maltratados, las Zonas de Reserva Campesina se erigen como una solución que protege el desarrollo rural sostenible y la biodiversidad.
Doña Irene Ramírez es hija de padres desplazados y creció en medio de esa violencia del conflicto armado colombiano, de ver cómo matan al vecino o cómo dejan al hijo sin padre. “Hay que hacer algo para que mis nietos vivan mejor que yo en un país sin violencias, en un país que nos reconozca como campesinos y no nos señale por lo que hacemos, que no es más que proteger el medio ambiente y la cultura campesina de los intereses de las multinacionales y la inacción del Estado”, señala con firmeza
Doña Irene habla ya como presidenta de la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra (ACVC), una organización con 23 años de historia donde sus campesinos se dieron a la tarea de poder permanecer y sobrevivir en el territorio. Lo hicieron resistiendo los embates del terror paramilitar y de un latifundismo improductivo reivindicando una Zona de Reserva Campesina (ZRC) como figura de protección territorial que aspiraba a acceder a la tierra y formalizar la propiedad.
Cuando el campo se empodera. Una red para proteger la vida de los activistas de derechos humanos
Tras años de persecución y estigmatización, en el año 2010 su lucha obtuvo el reconocido Premio Nacional de Paz en el país. Fue un punto de inflexión. Hoy, la Zona de Reserva Campesina del Valle del río Cimitarra es el gran referente de las seis ZRC que funcionan en Colombia legalizadas por el Gobierno.
Se ubica en un área geográfica de producción campesina conocida como el Magdalena Medio, que comprende varios municipios de cuatro regiones del centro de Colombia. En total cobija a unas 25.000 familias, pero de las 500.000 hectáreas propugnadas, solo les fueron concedidas 184.000. Con todo, doña Irene está orgullosa de lo logrado. “Hemos resistido aquí y hemos hecho lo que el Estado no ha sido capaz de hacer: ordenar nuestro propio territorio y decidir cómo podemos manejarlo y como lo compartimos entre todos”, dice.
La aldea comunitaria de Puerto Matilde es el corazón de la ZRC del Valle del río Cimitarra. Está en el municipio antioqueño de Yondó, a dos horas de la ciudad de Barrancabermeja, en la región de Santander. Aquí convergen un proyecto de vivienda, otro de canalización de agua y varias iniciativas productivas, entre ellas la cooperativa Ecobúfalo Campesino, auténtico orgullo de la comunidad. Se trata de un proyecto de elaboración y comercialización ecológica de carne, queso y leche de este animal en el que los campesinos controlan todo el ciclo económico del producto, desde la crianza hasta la venta al consumidor final.
Los búfalos se convirtieron para muchas familias en una alternativa al cultivo de coca. “Pasamos ya la cifra de mil cabezas reproducidas y el proyecto ha sido sostenible, aunque limitado a no más de 200 reses, entre búfalos y ganado blanco. Mucha gente se había metido en la coca porque el cultivo de arroz no daba para vivir, pero los campesinos que se quieran acoger al proyecto de aldea comunitaria han de comprometerse a un proceso de sustitución de sus cultivos de coca”, explica Carlos Martínez, histórico líder de la ACVC. Junto a los búfalos, el arroz vuelve a ser importante en la economía de esta ZRC. Hay también otros cultivos de subsistencia y, en convenio con una universidad, funciona ya un nuevo proyecto para producir plantas aromáticas con el fin de obtener aceites esenciales para usos cosméticos y medicinales.
El camino no ha sido fácil y queda mucho por recorrer. En un país que sigue sin reconocer los derechos de sus campesinos, las ZRC legalizadas tuvieron finalmente que abrirse camino con las uñas porque al Estado realmente apenas las tuvo en cuenta. Legalizaron primero cinco en diferentes partes del país para poco después ser proscritas por el expresidente Álvaro Uribe que las acusó de ser santuarios de la guerrilla de las FARC. Tras el proceso de paz, el expresidente Juan Manuel Santos se comprometió a apoyarlas pero en ocho años legalizó solo una más. Existen otros 50 procesos aglutinados en torno a la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina (ANZORC) que siguen esperando poderse constituir.
Si bien las medidas que viene tomando el gobierno para frenar la expansión del coronavirus son positivas y están dando resultados en el sector urbano, es necesario que también se implementen medidas específicas y urgentes para defender a las comunidades campesinas y nativas de los impactos de la pandemia.
Amalia Pesantes Villa, doctora en Antropología y especialista en salud en comunidades indígenas, ha alertado a las autoridades peruanas sobre el riesgo y vulnerabilidad de las comunidades indígenas frente a la expansión de la enfermedad Covid-19, y demanda tomar acciones específicas para defender la salud de este sector de la población.
“Las comunidades indígenas sufren una serie de problemas relacionados con su salud, y puede ser que ello las haga más vulnerables al coronavirus; pero, por otro lado, la lejanía en que viven varias de estas comunidades, podría ser un factor para retrasar la llegada de la enfermedad.
Sin embargo, el hecho de no tener acceso a sistemas de agua y saneamiento de buena calidad les genera un mayor riesgo a sus poblaciones”, sostiene la especialista. “Lo que viene ocurriendo con esta pandemia debe servir para que el Estado cumpla cuanto antes con dotar de estos servicios básicos a estas comunidades campesinas y nativas, como parte del derecho a la salud que tenemos las peruanas y peruanos”, señala la doctora.
Por otro lado, las organizaciones agrarias y campesinas del país han emitido recientemente un comunicado en el que, entre otras acciones, exigen al Ministerio de Salud, MINSA, poner en marcha una estrategia sanitaria para las zonas rurales, con el objetivo de tener comunidades y distritos rurales libres del coronavirus.
“Los distritos rurales, las comunidades campesinas y nativas deben convertirse en espacios de control territorial en esta situación de emergencia, con un protocolo urgente que registre y regule el flujo de personas de la ciudad al campo”, indica el documento presentado por CONVEAGRO al gobierno peruano.
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El Gobierno de Iván Duque intensifica el combate contra los cultivos ilícitos en la cuarentena, mientras productores cocaleros salen de sus casas a impedirlo y se enfrentan a la Policía. Ya hay dos muertos
CATALINA OQUENDO. Bogotá - 23 ABR 2020
La erradicación de cultivos de coca en Colombia
Mientras las grandes ciudades en Colombia están volcadas a la crisis del coronavirus, en el campo colombiano se libra otra batalla que ya ha dejado dos cultivadores de hoja de coca muertos y un policía herido. De acuerdo con varias asociaciones de productores, durante la cuarentena el Gobierno de Iván Duque ha intensificado la erradicación forzosa de cultivos ilícitos y los campesinos han salido de sus casas, donde cumplen el aislamiento obligatorio, para evitar que les arranquen las hojas.
El miércoles fue el indígena Ángel Artemio Nastacuas quien murió en Tumaco, sur del país, después de enfrentamientos con la Fuerza Pública que acompaña a las brigadas encargadas de la erradicación; pero la resistencia se ha presentado en varias regiones. En el otro extremo, en la frontera con Venezuela, el 26 de marzo la víctima mortal fue Alejandro Carvajal, un caso por el que se investiga a un soldado que le disparó con su arma de dotación.
La Coalición de Acciones para el Cambio, que reúne a 11 organizaciones civiles del país, ha detectado que durante el aislamiento obligatorio por la covid-19, el Ejército ha realizado operativos de erradicación forzada en siete departamentos. La organización solicitó al Ministerio de Defensa que se suspendan para “garantizar el derecho a la salud y a la seguridad alimentaria de las comunidades campesinas”. El Ministerio les respondió que no interrumpirán las operaciones militares.
Colombia tiene 169.000 hectáreas sembradas de hoja de coca, a cierre de 2018, según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de Naciones Unidas (Simci). Dada la magnitud del fenómeno, el acuerdo de paz entre el Gobierno y las extintas FARC contempló un programa de sustitución voluntaria de la coca en algunos de los territorios con más sembrados. Cerca de 100.000 familias campesinas se acogieron a él y arrancaron sus propias matas a la espera de lo prometido por el Estado. Sin embargo, la transición entre la Administración de Juan Manuel Santos y la de Iván Duque supuso un viraje de la política antidroga. El actual Gobierno privilegió la erradicación forzosa en lugar de la sustitución voluntaria, y apostó por el prohibicionismo y el retorno de la aspersión aérea.
La violencia silenciosa que arrecia en el campo colombiano en medio de la pandemia
Desde la frontera con Venezuela, Juan Carlos Quintero, líder de la Asociación Campesina del Catatumbo (Acamcat), cuenta que muchos de los que hoy “se van detrás del Ejército a impedir la erradicación” son campesinos que creyeron en el Gobierno, firmaron los acuerdos colectivos de sustitución de cultivos en 2018 y, tras sentirse abandonados y sin sustento económico, volvieron a sembrar cultivos ilícitos. “En Sardinata, Norte de Santander, departamento fronterizo con Venezuela, son cerca de 1.500 familias productoras de hoja de coca que se habían comprometido a sustituir. Ni el Gobierno de Santos ni el de Duque han hecho la tarea completa ni han cumplido con la segunda parte del proceso”, afirma. Precisamente estos productores llevaban varios días de protesta en las carreteras cuando el Ejecutivo decretó la cuarentena por el coronavirus. Por temor al virus decidieron detener las manifestaciones y aislarse en sus casas.
La preocupación por un posible contagio de coronavirus es otra de las razones que argumentan los pobladores para pedir que se detengan las erradicaciones forzosas. Temen que los erradicadores, civiles contratados por el Gobierno, les lleven el virus desde las ciudades. Y a su manera, intentan protegerse de la covid-19. En El Capricho, un pequeño poblado del selvático departamento del Guaviare, los campesinos instalaron un puesto de control donde desinfectan a los vehículos que abastecen de comida y la ponen en cuarentena durante 12 horas en una casa. En esa zona, como explica Olmes Rodríguez, líder de Asocapricho, antes raspachín de hoja de coca y ahora defensor de bosques, unas 6.000 familias cambiaron sus cultivos de forma voluntaria pero luego no les cumplieron con el dinero para el recambio a otros productos.
La realidad es similar en los departamentos de Córdoba, Chocó, Cauca y Caquetá, pero en otras zonas como Putumayo y Nariño, en frontera con Ecuador, la violencia de los grupos armados suma dramatismo a la ecuación. Durante los primeros días de la cuarentena fue asesinado en Putumayo Marco Rivadeneira, uno de los líderes más visibles de la sustitución de cultivos ilícitos. Los armados les cobran a los líderes haber intentado abandonar la hoja de coca. Y en Nariño, los choques entre los cocaleros y el Ejército cada vez son más fuertes. “Nunca la erradicación forzada va a ser la salida para enfrentar este flagelo, la violencia siempre va a generar más violencia. Hoy tenemos que enfrentar el riesgo de una pandemia como la covid-19, las amenazas por la presencia y el accionar de los grupos armados ilegales y las agresiones desmedidas contra los indígenas”, expresó a través de un comunicado la Unidad Indígena del Pueblo Awá y exigió investigaciones tras la muerte de su compañero en el cultivo de hoja de coca.
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