Un grupo de bordadores peruanos pasa de coser coloridos trajes a confeccionar barbijos contra los contagios de la covid-19. La suspensión de sus espectaculares fiestas folclóricas les golpea el bolsillo y también el alma.

Las mascarillas están hechas de tela y encima llevan los hilos dorados típicos de las máscaras originales de la Diablada, incrustaciones y el rostro que representa a una deidad prehispánica.

“Nos duele mucho, es como vivir con una espada clavada en el corazón”, cuenta Alfonso Nahuincha con cierta melancolía, desde su casa en Puno, una ciudad enclavada en el sur andino del Perú, frente al lago Titicaca, el cuerpo de agua navegable más alto de mundo (3.812 metros sobre el nivel del mar). Sus palabras suenan sinceras y traen un eco que viene de siglos atrás.

Desde que la pandemia provocada por la covid-19 llegó por esas alturas, hacia mediados de marzo como en todo el Perú, el oficio de bordador de trajes para el riquísimo folclore puneño se ha paralizado de manera dramática. Los numerosos contratos que tenía, para confeccionarlos o alquilarlos, quedaron suspendidos. Y su alma de artesano también sintió el golpe.

Cuando llega la ola

El 15 de julio llegó la ola mayor. Debido al desborde pandémico se suspendió la Fiesta de la Virgen de la Candelaria del año 2021, la mayor celebración de esta región, que se realiza a comienzos de febrero y convoca a miles de bailarines y personas del país y del mundo. Que incluso fue declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco en 2014.

Alfonso entonces reaccionó de una forma creativa y algo inesperada para resistir: transformó la recargada máscara que usan los bailarines de la Diablada, una de las danzas más espectaculares de este país, en una mascarilla para protegerse de los contagios. Una tradición casi milenaria fue, de pronto, a transformarse en ese atuendo sanitario que hoy se usa prácticamente en todo el planeta.

“Estoy fabricando 400 y ya logré vender unas 60”, comenta. Comenzó a promocionarlas entre las personas que pertenecen a las asociaciones de bailarines, de bordadores o entre los ciudadanos que, durante varios meses, no podrán ver pasar las cuadrillas de danzantes por las calles o los fastuosos concursos que, durante la fiesta, se realizan en el estadio Torres Belón. Este es el mayor recinto cerrado de la ciudad de Puno donde, durante el Concurso de Danzas Autóctonas, pueden presentarse hasta más de 100 grupos, cada uno de los cuales puede tener cerca de 1.000 integrantes. En la Fiesta de la Candelaria de este año 2020, que se realizó casi al filo de la cuarentena, se presentaron 121 conjuntos en este rubro, con las más diversas danzas.

En el Concurso de Trajes de Luces, donde se presentan los grupos de Diablada, o de Morenada y Caporales (otros bailes puneños), los grupos este año fueron 85. Entraron a escena por cientos causando el asombro y devoción de siempre, por la inmensa y desbordante parafernalia que usan, llena de corazas, máscaras y hasta hilos de oro. Una parte baila ahora en los barbijos.
Una tradición casi milenaria fue, de pronto, a transformarse en ese atuendo sanitario que hoy se usa prácticamente en todo el planeta.

Todo eso ahora está suspendido, como también están suspendidas las fiestas que son el mercado de trabajo para los más de 110 talleres de bordadores que hay en Puno, considerada la Capital del Folclore Peruano por su dispendiosa riqueza folclórica. “Nos cayó como un balde de agua fría”, agrega Alfonso, desde esta ciudad donde la temperatura a veces baja por debajo de los 0 grados.

Una herida emocional
La pérdida para Alfonso no solo es monetaria, sino también emocional. “Para mí es mi vida, lo que yo quiero, y por esto tengo que soportar este tiempo”, dice sin perder un aire de esperanza. No son palabras de circunstancia. Puno y todo el altiplano peruano, como el boliviano (especialmente en Oruro), no se entienden sin la Virgen mamita Candelaria y su fiesta.

“Como cualquier acto cultural esto es un juego, y ahora no podemos jugar”, sentencia Edwin Nahuincha, otro maestro bordador de trajes, que no ha incursionado en el negocio de los barbijos. El juego comenzó desde la Colonia cuando los españoles llegaron a estas tierras con sus tradiciones católicas y se encontraron con un mundo que tenía otros referentes espirituales.

Un traje de Diablada en todo su esplendor consta de máscara, espaldar, coraza, pantalón y botas. Cuando la Festividad de la Virgen de la Candelaria en Perú, o el Carnaval de Oruro en Bolivia, se desarrollan de manera normal, son el alma de la fiesta.
Los diablos de la danza de la Diablada, por ejemplo, no son los típicos demonios occidentales que hasta ahora asustan a algunos. Más bien remiten a una antigua deidad prehispánica aún hoy identificada como el Anchanchu, Muqui o Chinchilico, que vive dentro de las minas. A ella, el hombre prehispánico le hacía ofrendas que, según Alfonso, podían ser fetos de alpaca.

En un artículo publicado en la revista Harvard Review of Latin America, Miguel Rubio, director del grupo de teatro Yuyachkani (estamos recordando, en quechua), uno de los más representativos del Perú, señala que las ofrendas se hacían con música de zampoñas. Y con máscaras hechas de cerámica que llevaban encima unos cuernos de taruca (venado andino).

Al encontrarse los conquistadores con este ritual y este personaje, pensaron que se trataba de una versión del viejo Satanás. Pero no. Era una deidad que formaba parte del universo aymara, desconocido para ellos. En esta cosmovisión existen el Alajpacha, el reino de la luz ubicado en la parte superior; el Manqapacha, el reino de la oscuridad, situado en la parte inferior.
En el medio, está el Akapacha, donde vive el hombre. El Anchanchu, que es pequeño como un duende, vive en el Manqapacha y puede ser maligno. Aunque de acuerdo con el maestro en máscaras Edwin Loza, citado por Rubio, para vivir bien y no molestarlo se tiene que buscar el equilibrio entre las fuerzas de arriba y las de abajo, mediante ofrendas a la Tierra y a sus espíritus.

Para espantar al supuesto demonio, en el siglo XVI los jesuitas les habrían enseñado a los indígenas de Juli (ciudad cercana a Puno) un baile que tenía un ángel y que se enfrentaba a los demonios. Hasta ahora, en la Diablada aparece un ángel danzando con una espada curva (generalmente representado por una mujer). Solo que en realidad no hay tal combate.
Los diablos son parte del ritual, del juego como diría Edwin, entre la Alajpacha, la Akapacha y la Manqapacha. Es más: la Virgen de la Candelaria representaría a la Pachamama (madre Tierra) en el mundo aymara y quechua, de modo que cuando se le rinde honores con estos personajes, se pone en escena un sincretismo que resistió culturalmente el embate de la Conquista.

Volviendo a bordar
A la bordadora Yolanda Chambi le pasó lo mismo que a Alfonso Nahuincha. Tenía numerosos contratos para alquilar o vender trajes para la Diablada, la Morenada y otros bailes. Uno para la Fiesta de San José en el Cusco, que se celebra el 19 de marzo; otro para la fiesta del Señor de Torrechayoc en la ciudad de Urubamba (cercana al Cusco), acordado para el 15 de mayo.

“Se nos cayó todo, nos vimos desamparados y no sabíamos qué hacer”, relata, también desde su casa en Puno. La angustia la recorrió durante unas semanas, hasta que un día caminando por la calle con su hija Shesly, de 24 años, esta le hizo notar que todas las personas andaban con barbijos. Por qué no empezaban, le sugirió ella, a trasladar los motivos de las máscaras a ellos.
Lo hicieron y, según cuenta Yolanda, “la gente se sorprendió y les gustó”, por lo que pudieron lanzarle un balón de oxígeno financiero a su taller, Titán de Los Andes, donde trabaja toda la familia, como lo hicieron sus padres y antes sus abuelos. Porque se trata de un oficio que se hereda, por generaciones, y que consiste en saber bordar con delicadeza e imaginación los trajes.

Un traje de la Diablada, para hombres —con máscara, capa, chaqueta, coraza, pantalón, botas—requiere un fino trabajo. La máscara puede ser de latón o de otro material; el resto de la ropa, de fibra sintética o de terciopelo. A la vez suelen tener incrustaciones de piedras, en ocasiones de alto valor. Dependiendo del tamaño, su precio puede llegar hasta los 2.000 soles (472 euros).

Las máscaras no mueren

En un último contacto, Alfonso cuenta que, al fin, las asociaciones de bailarines y bordadores han acordado que el 2 de febrero del 2021, a pesar de la suspensión de la magna fiesta, irán a la Iglesia de San Juan Bautista de Puno a rendir homenaje a la Virgen de la Candelaria, cuya imagen está allí. Lo harán con los barbijos, sombreros bordados y guardando la distancia.

“Estoy preparándome para eso”, afirma, porque él será uno de los que confeccionará esos breves atuendos y mascarillas con los que mantendrá viva la tradición. Los asistentes llevarán, ya no en todo el rostro sino solo entre la nariz y la boca, el rastro y el rostro del Anchanchu, y probablemente de otras deidades prehispánicas que flotan en la atmósfera cultural del Perú. E incluso de los diablos que vinieron de España. Porque en el 2005, el investigador catalán Jordi Rius y Mercadé afirmó que el Ball de Diables, tan popular en Cataluña, habría sido llevado a América para evangelizar a los indígenas. Acaso para enseñarles quién era el diablo que ahora sobrevive en el barbijo. Solo que para ellos era (y es) más bien parte del juego de la vida.

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