La FIL dedica por primera vez un pabellón propio a las lenguas indígenas mexicanas, muy debilitadas por el empuje del español y el inglés

CARMEN MORÁN BREÑA, Guadalajara (México)

 

La bisabuela Juana hablaba náhuatl, los abuelos dejaron de hablarlo y los padres marcharon a la ciudad. Alejandra Arellano es la cuarta generación de aquella ranchería en San Diego Cuentla, en el Estado de México. Cuando se licenció sintió la necesidad de volver a los orígenes mediante el idioma y empezó a estudiarlo. Hoy es la directora de Políticas Lingüísticas del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y su árbol genealógico ilustra el camino hacia la insignificancia que están recorriendo peligrosamente las 68 lenguas de México, algunas tan debilitadas que a sus hablantes se les conoce por el nombre, como a doña Leonor, la señora que habla kiliwa en Baja California; o el oluteco de Veracruz con el que don Diósforo Prisciliano se dirige a su mujer, Juanita, por ver si ella lo acaba aprendiendo.


En 33 años, es la primera vez que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara cuenta con un pabellón propio dedicado a las lenguas indígenas. Sus diversas estancias (el diseño que ganó es el proyecto Poemas Plásticos) se cierran con paneles de falsa arcilla arañada para escribir versos o textos creativos en los idiomas prehispánicos. Pasar la mano por esas paredes rugosas te reúne con el pasado, aunque el pabellón pretende lo contrario: traer al presente el enorme patrimonio con el que se han comunicado los pueblos originarios, dotarle de visibilidad, sacarle de la vergüenza o el desuso, devolver la vida a un animal moribundo.

Uno de cada cinco mexicanos se dice indígena y seis de cada 10 saben hablar en alguna de estas lenguas prehispánicas, otra cosa es que lo practique. Las que gozan de mayor salud, siguiendo los datos del INALI, son el náhuatl, maya, tzeltal, mixteco y tsotsil. En cuidados intensivos están, por ejemplo, el awakateko, el ayapaneco, el teko o el popoluca de Oluta. En algunos casos los hablantes son solo un par de decenas. Pero también las mayoritarias pierden vigor desplazadas por el español y por el inglés en el norte del país. Las estadísticas oficiales indican que el 7,6% que se comunicaba en alguna lengua indígena en 1990 disminuyó hasta un 6,5% en 2015. El maya yucateco, habla común de 860.000 personas en 2015 se vacía por momentos: entre los 3 y los 17 años apenas lo conoce un 13% en la zona. Esta misma semana llegaba una noticia que taponaba momentáneamente la herida: la lengua maya será obligatoria en las enseñanzas básicas en Yucatán. Así lo aprobó el Congreso del Estado alertado por el declive de su uso. El presupuesto, decían los medios locales, solo estaba previsto para 2021.

Sobre el papel, la protección que alcanzan estos idiomas (nadie quiere oír la palabra dialecto) es completa, así como los derechos de sus hablantes. Pero la práctica es muy diferente. “Se han perdido los espacios de uso (mercados, negocios), los jóvenes solo hablan el idioma en sus comunidades, pero en la ciudad dejan de hacerlo. Necesitamos ponerlos al mismo nivel que el inglés o el español, que adquieran presencia. El 60% de la gente sabe hablar maya en Mérida, pero apenas se usa”, dice Fidencio Briceño Chel, que impartió una conferencia en la FIL titulada:  “Entre la realidad y la justicia”.

La realidad arrastra siglos de discriminación y estigma a los que se añade, en la actualidad, la migración que ha ido apagando la luz en las comunidades originales. "Ya nadie habla náhuatl en San Diego Cuentla", lamenta Alejandra Arellano.

La llegada de las escuelas a estas rancherías, paradójicamente, ha abierto la grieta más peligrosa: el alumnado se forma solo en español.

Tan grave es la situación en algunos territorios que la recuperación de esas lenguas ya imposible.

Fidencio Briceño, doctor en lingüística, académico, investigador, activista, propone al menos que se actúe con diligencia con las más minoritarias, para dejar este legado documentado. “Se trata en algunos casos de grupos tribales muy pequeños que solo usan este idioma en contextos rituales, ni siquiera a diario”.

Y aunque el declive parece inevitable a falta de datos, se aprecia un interés renovado por aprender estos idiomas. El año 2019, dedicado a las lenguas originarias, no ha dado a basto en su oferta de talleres de enseñanza: “Antes esto era solo cosa de antropólogos y lingüistas, ahora hay un acercamiento desde las letras, las artes, lo cultural. Incluso hay un grupo de rock que cantan en seri”.

La escritora wayuu Vicenta Siosi, también invitada en la FIL, vive en una ranchería colombiana fronteriza con Venezuela, en La Guajira. Sus cuentos participan de esa “cosmovisión” de la que suelen hablar los indígenas para explicar una forma de entender el mundo que muestra algunos ángulos difícilmente compatibles con el siglo XXI.

No es el caso del idioma. La autora de La señora iguana explica que la antigua transmisión oral puede ahora ser escrita porque transcriben los sonidos de las palabras wayuu con el alfabeto español. Pero el mundo era muy pequeño en aquellos siglos y estas lenguas no se han renovado con los tiempos. Para mencionar a un elefante, por ejemplo, deben describirlo (animal grande, con trompa y orejotas, etcétera). Esa es la razón de que El Principito, traducido al wayuu tenga 200 páginas (¿hay algún idioma en el mundo al que aún no se haya traducido la famosa obra de Saint-Exupéry?).

¿A qué precio debe rescatarse una lengua moribunda?

En su charla en la FIL, Briceño citó cinco veces la palabra identidad asociada al idioma y alertó del peligro que corre una ciudad como Mérida, que recibe a miles y miles de personas entre turistas y nuevos vecinos, que no son mayas.

¿Hay que cerrar las puertas de la ciudad? “Bueno, creo que el cambio debe estar en los usuarios, que no se avergüencen de hablarla en todos los espacios, que la pongan al mismo nivel que las demás”, reclama. Una solución consistiría en que la ley pase definitivamente del papel a la realidad y "haya profesores, funcionarios" que usen estas lenguas. Hay personas encarceladas que no se enteraron de su proceso porque ni traductor tuvieron. La pobreza es la otra gran aliada de la sangría idiomática.

Alejandra Arellano, directora de Políticas lingüísticas del INALI, recuerda realizar su tesis, la que le despertó el gusto por hablar el idioma de la bisabuela Juana. Estaba ella en Tetelcingo (Morelos), una comunidad náhuatl estudiando la lengua como rasgo de identidad. “Observé que solo los padres y abuelos hablaban náhuatl. Pregunté a los niños por qué ellos no: “Lo hablaremos cuando seamos mayores”, respondieron.

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