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UNA ANTROPOLOGÍA DEL PODER: VOLUNTARIAS Y MISIONEROS CATÓLICOS Laura Zapata Facultad de Ciencias Sociales -UFRJ-UNCPBA Palabras claves: políticas - parentesco - diferencia Keywords: policy - kinship - difference
Pude percibir que el sacerdote, sus colaboradores y la pastoral, constituyen una forma de “gobierno” que tiene en la palabra “pastoral” una designación nativa para las políticas (policy) que ejecuta ese grupo. La territorialización de lo que constituye la parroquia, que designa tanto a la institución como al edificio, sugería que me encontraba con una forma altamente diferenciada, y por tanto codificada, de administración. La oficina de la “secretaría” parroquial tenía un gran mapa de los barrios que abarcaba la institución. De las colaboradoras, me interesaron inmediatamente, un grupo que se auto-denominaba y era reconocido como las “chicas de Cáritas”. Eran unas “señoras” de más de cincuenta años, católicas, casadas y con hijos. La mayoría de ellas descendientes de los italianos, españoles y portugueses que habían llegado como inmigrantes a Mar del Plata a comienzos del siglo XX. Decían ayudar a su próximo porque les dolía la pobreza y la desocupación, temas que se habían instalado en la agenda de la opinión pública argentina durante la década de 1990. Les realicé muchas entrevistas a diferentes grupos de Cáritas de las parroquias de la ciudad. Observaba con inquietud el despliegue de sus actividades, el amontonamiento de cientos de personas, una vez al mes en las puertas de sus oficinas o edificios. Las personas se iban de allí, después de una larga espera, con unas bolsas o cajas de alimentos. Esos alimentos provenían de programas estatales de asistencia social. No dudé en transformar a esas personas, voluntarias y beneficiarios, en objeto de estudio de mi tesis de maestría, la que cursé entre 1999 y 2003 en el Programa de Post-Graduación en Antropología Social (PPAS) de la Universidad Nacional de Misiones. Cuando comencé mi trabajo de campo entre las mujeres, como ya me conocían como “la chica de la revista”, no obstaculizaron mi inserción en Cáritas. Desde allí, y por un período de seis meses, conocí a la institución “por dentro”, compartiendo con ellas misas, entregas de la bolsa, tés a beneficio, visitando a los potenciales beneficiarios, asistiendo a reuniones de capacitación. Cáritas es una institución que data de 1955 en el país. Su predecesora, la Sociedad de Beneficencia de la Ciudad de Buenos Aires, había sido cerrada por el presidente Juan D. Perón, en 1947. Una vez derrocado el gobierno peronista, la Iglesia Católica rápidamente montó la institución, que se fue desplegando lentamente a lo largo de todo el país, a través de parroquias y capillas, hasta llegar a su momento cúlmine en la década de 1990, con 25 mil voluntarias. Frente a las asistentes sociales que coordinaban la entrega de bolsas de alimentos provenientes de diversos niveles estatales de la ciudad, las voluntarias manifestaban una actitud de recelo y admiración. De estas “mujeres profesionales” dependían los recursos que entregaban en sus parroquias y éstas les enseñaban cómo debían lidiar con los “pobres”. A las voluntarias no había que enseñarles a tratar con estas poblaciones, ellas decían conocerlos suficientemente, llevaban años ayudando en sus barrio; precisaban los programas alimentarios y los de trabajo subsidiado; querían los papeles que les daban acceso a ellos. Por su intermedio ellas sabrían llegar a los pobres, noción en disputa entre los cuadros eclesiales y los estatales. Sobre los llamados pobres se instituían una densa red de relaciones que se objetivaba en mecanismos de administración, instancias específicas de gobierno (estatal y pastoral), saberes, técnicas: en definitiva, poder simbólico. Los pobres eran construidos por las voluntarias por medio de dos mecanismos que etnografié con detalle gracias a la realización de un trabajo de campo intensivo y prolongado. Esos mecanismos estaban mutuamente relacionados y recibían los nombres de “familia” y “visita”. Los pobres eran aprehendidos por las voluntarias y los programas de asistencia social a partir de la delimitación de una unidad social, basada en las categorías del parentesco, a la que llamaban “familias beneficiarias”. Sobre este grupo pesaba una serie de clasificaciones jerárquicas que distinguían a las “familias… bien!”, generalmente a esta tipo se adscribían las propias voluntarias, de las “familias problema”, es decir la “familia necesitada”. Generalmente percibida como anómala por su no adecuación al modelo nuclear cristiano, la conducta sexual de sus miembros, era sujeta a examen puntilloso, sobre todo a través del chisme. La producción de esta unidad social requería de una técnica: la llamaban la visita. La voluntaria era la persona responsable por realizar esta actividad, las asistentes sociales las instruían para ello, les entregaban las planillas que servirían de instrumento de representación de la condición “necesitada” de la familia. Era por medio de estos dos mecanismos que los programas asistenciales decían hacer cumplir ese objetivo propuesto para las políticas sociales a nivel continental en la década de 1990: la focalización de los recursos. Otra clase de agente pastoral que conocí y me inquietó fue una “laica” que, en 1997, decía estar formándose para hacerse “misionera”. Mandaba cartas a la revista; le hice varias entrevistas. Contaba que se estaba formando en un centro de formación ubicado en la diócesis de Neuquén, en el sur del país; que se había ido a vivir con los mapuches para aprender a ser misionera; luego, que iba a hacer un curso de “misionología” en un centro de formación en Buenos Aires; finalmente, un buen día, nos habló para que publicáramos que iba a irse a misionar a Mozambique, al África. En 1999, cuando fue efectivamente enviada a misionar a la diócesis de Xai-Xai en Mozambique, yo me encontraba trabajando entre las voluntarias; pero le hice un lugar a la trayectoria de esta laica en mi lista de temas de investigación. Cuando en junio de 2002 me postulé al doctorado en Antropología Social, en el Programa de Pós-Graduação em Antropologia Social (PPGAS) del Museu Nacional (MN), Universidade Federal de Rio de Janeiro (UFRJ), presenté el caso de esta misionera como problema de estudio. Al año siguiente comencé mi doctorado. Inicié el “campo” conociendo los centros de formación en los que había estudiado la misionera; tomé cursos de misionología en algunos de ellos; en Mozambique residí con grupos de misioneros y acompañé directamente sus actividades por cuatro meses; asistí a congresos misioneros nacionales; consulté la prensa, literatura, y bibliografía misionera; además, trabajé sobre las actas de reuniones y asambleas de los centros. Si bien realicé dos cursos en el Centro de Misionología “Juan Pablo II” de las Obras Misionales Pontificias (OMP) de Argentina, ubicada en Buenos Aires y dependiente de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, el Centro de Formación y Animación Misionera (CEFAM) de Neuquén concentró la atención para la organización del argumento de mi tesis doctoral. Mi interés era examinar la conexión entre Argentina y Mozambique, por medio del flujo regular de personal misionero. En 1989 la diócesis de Neuquén envió al primer equipo de misioneros laicos argentinos a la diócesis de Xai-Xai: un matrimonio y dos laicas. Seis meses más tarde, por medio de la arquidiócesis de Buenos Aires, fue enviado un sacerdote diocesano. Desde entonces, el flujo de misioneros laicos y sacerdotes seculares, enviados desde diversas diócesis argentinas a la de Xai-Xai, se ha mantenido regularmente. Durante casi veinte años, han sido enviados 23 laicos y cuatro sacerdotes seculares; todos ellos han sido formados en el CEFAM. Cuando visité el centro de Neuquén el año 2004 había un sacerdote, que lo presidía y que había sido formado ahí como misionero cuando aún era laico, y varias laicas de más de 30 años, solteras, casi todas con alguna formación profesional no universitaria. La mayoría de ellas habían regresado de misionar en Mozambique por seis o nueve años, se dedicaban a formar contingente misionero nuevo para ser enviado. Me explicaron que se especializaban en enviar personal “laico” junto a “sacerdote diocesanos”, conformando “equipos”, a través de un “programa” al que llamaban “Iglesias Hermanas”. Que el lugar había sido fundado a comienzos de la década de 1980, que su “padre fundador” ya no residía en el Centro ni lo dirigía, pero siempre los visitaba. Este fundador había conocido en el Tercer Congreso Misionero Latinoamericano de 1987, en Bogotá, Colombia, al obispo de Xai-Xai; allí éste le había manifestado el estado de precariedad de su diócesis en cuanto a personal y la necesidad urgente que tenía de recibir ayuda externa; si esa ayuda provenía de fuera de Europa, quizás, fuera oportuno. Es que en 1975 al momento de la independencia nacional de Mozambique, ex colonia africana portuguesa, el clero autóctono era una minoría que ocupaba posiciones marginales dentro de la iglesia, y, la casi totalidad de la jerarquía -exclusivamente formada por sacerdotes portugueses- había abandonado el país. El problema se veía agravado por cuanto en 1977 el país se declaró como “República Popular de Mozambique”, adoptando por ello un régimen de gobierno marxista-leninista de partido único. Este régimen definió a la Iglesia Católica, y a sus miembros nativos, como uno colaboradores del aparato de opresión colonial. Las misioneras me explicaban que el “programa Iglesias Hermanas” pretendía sobreponerse al “paternalismo” generado por la práctica misionera que consideraba al “misionado” no sólo como “diferente”, porque no cristiano, sino como inferior y necesitado. En mi trabajo de campo en Mozambique me di cuenta que los misioneros eran percibidos como “blancos” por la población que se consideraba “negra”, es decir los veían como un grupo superior y “rico” pero ajeno a las comunidades locales, no emparentado con sus elites. Sin embargo, las actividades de evangelización en la ciudad de Xai-Xai o en las localidades rurales del Alto río Limpopo como Mapai, Chicualacuala y Massangena, (cerca de la frontera con África del Sur y Zimbabwe), el modo de inserción de los misioneros era procesado a través de un grupo de “colaboradores”, los llamaban “animadores de la comunidad”. Las laicas y sacerdotes llamaban a los animadores “papá” o “mamá”. La mayoría de éstos eran laicos que habían aprendido a leer y escribir portugués en tiempos coloniales, en las escuelas primarias que dirigieron desde 1940 en esa región los misioneros portugueses pertenecientes a la Congregación de la Misión (CM). Este grupo local llamaba a las misioneras venidas desde la Argentina “mana”. “Mana” significa “hermana mayor”, la responsable en la casa por las actividades domésticas y el cuidado de los hermanos menores cuando la madre se encuentra en la machamaba, unidad agrícola de un grupo doméstico. Los misioneros me contaban que ellos eran diferentes de los “misioneros europeos”, entre ellos contaban a los portugueses, porque como “latinoamericanos” “nosotros” habíamos tenido también, como los “africanos”, un régimen colonial hasta comienzos del siglo XIX. Que nuestra “religiosidad popular” era una experiencia por medio de la cual el choque colonial había sido superado en el continente; que éramos el producto del sincretismo, del mestizaje: indios y europeos. Los africanos eran excluidos de esta versión particular de Latinoamérica. Me explicaban que esta experiencia podía ser transmitida a las poblaciones rurales de la diócesis de Xai-Xai, por medio del ejercicio una espiritualidad católica singular, la latinoamericana. Los misioneros exaltaban tanto las mixturas como la pobreza de este ex continente colonizado. Por medio del programa Iglesias Hermanas, por lo tanto, los vínculos paternalistas eran suprimidos a favor de las relaciones horizontales de hermanamiento. Ellos, me explicaban, pretendían hacer entender a los negros africanos, entre quienes misionaban, su intención de hacerse “hermanos”. Muchos de ellos manifestaban su molestia ante la falta de “solidaridad” de los africanos. No les importaba nada más que su propia familia (los vivos y los ancestros), ni siquiera sabían los misioneros si su “patria”, Mozambique, era importante para esas personas: tan apegados estaban a los vínculos primarios que enfatizaban. Los animadores locales incorporaban a los latinoamericanos en su sistema de clasificación de las personas, aplicándoles algunas categorías de parentesco a partir de la identificación de los nombres de los misioneros. Por ejemplo, Marisa, la hija de mama Amelia, la responsable de la pastoral de caridad y de familia en la parroquia São Cristóval de Chicualacuala, me llamaba “hermana”, no mana, porque yo le había contado que mi hermana de sangre tenía este nombre. Amelia, se transformaba, de este modo, en mi mamá, todos sus hijos en mis hermanos, sus nietos en mis sobrinos, etc. Otros misioneros, se emparentaban a partir del parentesco ritual apadrinando un niño o niña. La manipulación del parentesco era una estrategia activada tanto por misioneros como por la población local. Pese al color y status atribuido, los misioneros pretendían entrar a las comunidades como parientes y como pobres, es decir latinoamericanos. Las actividades misioneras que yo seguía de cerca, producían, dependiendo de la situación y del lugar, diferentes categorías de personas. Ellas intervenían sobre y provocaban procesos complejos de atribución y asunción de identidades étnico-raciales de diversa escala y precisión: blancos, indios, negros y mestizos (los mulatos eran suprimidos de esta categoría); latinoamericanos, europeos y africanos; argentinos, mozambiqueños, portugueses, changanas y mapuches. Esas identidades eran forjadas al interior de una narrativa histórica de larga duración, que tenía en el evento de la ocupación colonial europea su momento fundante. Las independencias nacionales habían tenido en las minorías étnicas y sus tradiciones, changana y mapuche, su obstáculo. Pero, actualmente, esos grupos no eran “avasallados” ni por los misioneros ni por el estado-nación; por el contrario, eran respetados y reconocidos. Es que a escala mundial el multiculturalismo, esa política de reconocimiento de la diferencia, estaba ocasionando grandes transformaciones en el modo de administración de las poblaciones.
Los misioneros decían respetar las diferencias culturales porque su intención no era imponer nada sino “dialogar”, entablar relaciones igualitarias, como hermanos. Se proponían trascender el paternalismo, que había entablado durante el tiempo colonial Europa, el padre, con respecto a África, el hijo. El evangelio, decían, debía ser “inculturado”, es decir, debía entrar, sin violencia, en la “cultura nativa”. Por ello ésta debía ser primero conocida y sólo más tarde fecundada por el mensaje cristiano, por la semilla que portaban los misioneros. El fruto iba a ser una versión local de la tradición cristiana, no una imitación, ni una mezcla, un producto original. El grado en que esa originalidad podría expresarse era un problema que se resolvía usando diversos modos de control sobre el proceso de conversión. Ésta era una tarea misionera por excelencia, era el producto de un estudio y observación detallada del/a “catecúmeno/a” y era un saber celosamente guardado por los misioneros. Sólo obtuve versiones parciales de este tipo de actividades, pues me eran expresamente vedadas las reuniones en que estas cuestiones eran debatidas. La autoridad que legislaba en esta materia era el obispo, permanentemente consultado por los misioneros. ¿Hasta dónde tolerar en los catecúmenos el culto a los ancestros, la poligamia, los rituales de purificación del enviudamiento, la consulta a los curanderos, brujos o sectas?
Éstos eran problemas que el grupo analizaba a la luz de dos mandatos contrapuestos: evangelizar a la población respetando sus identidades. Las políticas misioneras basadas en una forma de multiculturalismo, como estrategia para la gestión de problemas de diversidad, al mismo tiempo que creaban la diferencia como su objeto de intervención tenía en ella su instrumento de funcionamiento. Los efectos etnogenéticos de los procesos de conversión, base de la emergencia de los nacionalismos de mediados del siglo XX en varios países del continente africano, han sido suficientemente estudiados. La evidencia colectada por mí durante el trabajo de campo realizado en lugares tan diversos y dispersos, me ha mostrado que la identidad es una “localización estratégica” desde la cual los actores pretenden construirse un lugar dentro de un mundo escindido por fronteras lábiles y porosas pero no por ello menos desiguales y jerárquicas. La identidad de los misioneros se ve afectada también por estos procesos. Por eso el grupo que yo analizaba iba cambiando sus identidades a medida que iban trasladándose en el espacio: mientras se formaban en Neuquén y frente al otro mapuche, ellos eran los “nosotros” no marcados, a veces ésta localización asumía la categoría “argentino”; pero, en Xai-Xai, Chicualacuala o Massangena, eran los mulungos (en changana, blancos), pero pretendían instituirse en una clase especial de esta categoría: blancos, pero latinoamericanos; blancos, pero pobres. Es sólo de esta manera que el flujo de “misioneros laicos” y sacerdotes diocesanos, que iban por períodos renovables de tres años y no de por vida, habían logrado hacerse de un lugar relativamente estable en el interior mozambiqueño desde hacía casi 20 años. Con una política misionera que tenía sus mecanismos de funcionamiento en el uso del parentesco y en la creación estratégica de localizaciones múltiples y flexibles, había sido posible sostener una práctica multicultural contradictoria que reconocía al mismo tiempo que negaba el ejercicio del derecho a la diferencia por parte de las poblaciones catequizadas. Las dos investigaciones que he realizado se inscriben en lo que suele llamarse “Antropología del Poder” que tiene en los mecanismos de funcionamiento de la de dominación y la administración, por medio del saber, su fundamento. Por medio del ejercicio de esta opción es posible construir una perspectiva que tome a las instituciones modernas y occidentales, como es la Iglesia Católica, como objeto de estudio. Sin lugar a dudas este tipo de investigaciones tiene en otras agencias de intervención una amplia agenda por ser indagada. Incursionando en este terreno espero estar contribuyendo a hacer de la “Modernidad” un objeto pasible de una mirada exotizante, revelando el arbitrio que funda sus intervenciones y generando, con ello, las condiciones para la emergencia de modernidades descentradas, localizadas y democráticas.
La mano que acaricia la pobreza. Etnografía del voluntariado católico, de Laura ZAPATA. En la Argentina unas
25 mil mujeres se enrolan como voluntarias de Caritas en todo el país.
Desde su fundación, un año después del derrocamiento de Juan D. Perón,
en 1956, esta organización ha financiado gran parte de sus
iniciativas a favor de los necesitados por medio de subsidios y
programas de asistencia social estatal. Este libro trata sobre las prácticas
de caridad del voluntariado católico perteneciente a una parroquia de
la ciudad de Mar del Plata y, al mismo tiempo, aborda la asistencia
social estatal que, a través de programas alimentarios y de trabajo,
se imbrica en esas acciones y contextos caritativos.
CURRICULUM VITAE Laura Zapata nació en Concepción, Chile, y desarrolló parte de sus estudios universitarios en Argentina, donde reside desde 1987. Es Magister en Antropología Social por la Universidad Nacional de Misiones (UNaM) y Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional de la Patagonia “San Juan Bosco” (UNPSJB). En 1996 fue docente de Metodología de la Investigación en la Facultad de Ciencias Sociales de la UNPSJB. Entre 1998 y 2004 fue docente de Sociología en la Facultad de Psicología y en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMdP). El Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecnológico (CNPq) de Brasil le concedió una beca para la realización de su doctorado en Antropología Social, el que realizó en el Programa de Pós-Graduação em Antropologia Social (PPGAS) del Museu Nacional (MN), Universidade Federal de Rio de Janeiro (UFRJ). En 2004 publicó el libro titulado “La mano que acaricia la pobreza: etnografía del voluntariado católico”. Ha realizado trabajo de campo en Argentina y Mozambique. Cuenta con publicaciones sobre su tema de investigación en revistas académicas argentinas y brasileñas. Es miembro del grupo de estudios sobre “Procesos de Politización en el Cono Sur”, Centro de Antropología Social (CAS)- Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES). Actualmente se desempeña como docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, dictando seminarios vinculados a su área de investigación. |
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