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Este año, el Día Internacional de la Mujer Rural llegó marcado por la conflictividad agraria que sufren millones de campesinas sin tierra propia para cultivar, o que luchan por recuperarla frente a terratenientes y empresas extractivas, muchas de ellas de pueblos originarios.

En el mundo, las mujeres producen la mitad de los alimentos, pero poseen menos del 15% de las tierras y apenas un 2% son propietarias en los países en desarrollo, según el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura. Ellas son también las más afectadas cuando los recursos naturales y la agricultura se ven amenazados por proyectos extractivos y agroindustriales, que impactan dramáticamente sobre sus vidas, despojándolas de sus tierras.

A Lilian Borja sus padres la criaron en el campo, le enseñaron a sembrar maíz, frijol y yuca. Cuenta que su papá siempre le decía que eso era lo que le iba a dejar para que no fuese a sufrir en la vida, y ella le contestaba: “Pero, papi, ¿dónde voy a sembrar si no tenemos tierra?”. Veinte años después, Borja dice sentirse orgullosa de seguir siendo campesina, pero continúa persiguiendo su meta: tener un pedazo de terreno propio. “A la que quieres conseguir tierra, te caen los terratenientes encima. Ser campesina en Honduras es muy duro. La mujer la labra, pero no va a pasar de ahí porque no hay oportunidades ni apoyo. De la casa a la tierra y de la tierra a la casa. Ese es nuestro día a día”, dice a través de videollamada.

La campesina recuerda que el 70% de las mujeres en Honduras son madres solteras y muchas se ven obligadas a migrar o se van a la ciudad a “darle el pulmón” a las maquilas ―talleres industriales de producción que utilizan mano de obra barata y que importan productos sin pagar aranceles―, donde cada día hacen el mismo trabajo y sin derechos. Sin embargo, es la única oportunidad que tienen para poder sustentar a sus hijos, porque la tierra, dice, está en manos de los terratenientes y las trasnacionales. “Nos han quitado hasta lo único que teníamos, que era poder trabajarla”.

Pero hubo una época en la que Borja sí tenía tierra, hasta que se la arrebataron a la fuerza. Hace ocho años la policía apareció en la finca donde trabajaba, con una orden de captura. La acusaban, junto a otros campesinos, de usurpación. Le impusieron medidas sustitutivas y le prohibieron volver, pero a la semana regresó y siguió labrando. Un mes después, no fue la policía la que se presentó allí, sino 12 sicarios armados. “Quemaron todas las casas y balearon a un compañero. Quedamos a la deriva sin nada. Fueron contratados por el empresario que reclamaba la tierra. Fue horrible saber que perdíamos aquello que nos pertenecía porque hasta constancias teníamos. Nos la quitaron solo para venderla. Los supuestos nuevos dueños quisieron conciliar porque no querían problemas y yo ya no pude más. Con todo el dolor de mi alma decidí firmar la conciliación. Sentí que perdí la batalla, pero lo hice por mis hijos y su seguridad”.

La hondureña ha vivido siempre sometida a una gran presión. Tuvo que salir de su comunidad y sigue con las medidas sustitutivas que la obligan a personarse en el juzgado todos los meses a firmar. Sin embargo, volvió a levantarse para exigir un pedazo de tierra. Y ahora lo hace como secretaria de actas de la Junta Regional de la Central Nacional de Trabajadores del Campo (CNTC) del departamento de Yoro, una histórica organización campesina que trabaja por la distribución justa de la tierra. De las 404 comunidades que integran la CNTC, solo un 20% tienen título de propiedad. Muchas otras llevan 30 o 40 años habitándola y trabajándola, y más de 15 años en trámite sin visos de una solución cercana. La unión y la organización es la única opción de defensa que les suele quedar a las mujeres campesinas.

La fuerza de la organización

Rosa Santamaría es de Colón, Honduras. Al igual que Borja, también forma parte de la CNTC, como coordinadora de mujeres a nivel nacional y también como integrante de la Junta Nacional. A través de la organización, ha logrado estar más cerca del sueño de tener una tierra donde cultivar sus alimentos y llevar una vida en paz, pues la propia organización funciona a través de asentamientos comunitarios donde se dan unas parcelas a cada familia. También documentan y paran desalojos producidos por las fuerzas de seguridad del Estado. Hechos que la coordinadora conoce bien, pues antes de formar parte de la CNTC, ya había sufrido tres.

Asamblea de una comunidad maya q’eqchi, afectada por diferentes megaproyectos en la región de Alta Verapaz, en Guatemala.

Santamaría dice que antes de organizarse ya era defensora, que no se había dado cuenta hasta que entró en la CNTC. Para la lideresa, las empresas transnacionales y los terratenientes violan continuamente los derechos de las mujeres campesinas, no les pagan un sueldo digno, son maltratadas y agredidas, y, además, en el caso de los megaproyectos mineros, contaminan y envenenan el agua. Reconoce que en los asentamientos las mujeres sí tienen tierras para trabajar, pero que no es lo más común. “Nos enfrentamos a no tener una vivienda digna. Además, los servicios de salud y educación por parte del Estado son nefastos. Si vamos al médico, tal vez nos dan alguna pastilla, pero caducada”, explica telefónicamente.

En cuanto a la educación, la defensora destaca el gran porcentaje de analfabetismo en las mujeres, quienes, a su vez, han demostrado que están dispuestas a seguir luchando por el territorio; a pesar de que lo tienen más difícil para revertir estas desigualdades. Ya no se enfrentan solamente a los terratenientes, quienes expandieron sus cultivos agroindustriales ―como la palma o el azúcar― y favorecieron aún más la concentración de terrenos, sino también a las grandes empresas mineras e hidroeléctricas. Lo resalta el informe La Defensa de la Tierra tiene nombre de Mujer, de la organización internacional de acompañamiento Brigadas Internacionales de Paz, y que pone de manifiesto cómo las mujeres defensoras del territorio y el medio ambiente en Honduras se encuentran en una situación de especial vulnerabilidad. Muchas de ellas sufren agresiones y acoso sexual por parte de las fuerzas de seguridad.

Y se enfrentan a un olvido permanente como campesinas: no reciben créditos por parte del Gobierno; ni ayudas económicas, ni asistencia técnica. “No hay interés político para crear leyes a favor del campesinado”.

Santamaría sueña con una reforma agraria con equidad de género, pero la ve imposible. En 1992 fue derogada la Ley de Reforma Agraria y, en su lugar, fue aprobada la Ley de Modernización y Desarrollo del Sector Agrícola, que permitió la expropiación forzosa de la tierra. “Creemos difícil que podamos obtener una nueva reforma agraria porque, cada día, el Gobierno está implementado decretos a favor de los grandes productores y las transnacionales”.

Y es que la pandemia, denuncian las organizaciones agrarias, fue aprovechada por el Estado para acentuar sus políticas a favor de sectores empresariales y militares. La campesina hondureña se refiere al decreto aprobado por su Gobierno que, en plena emergencia sanitaria, declaró prioritario apoyar a la industria agroalimentaria, entregándoles tierras que aparentemente no se utilizaban. Lo hizo, además, bajo el supuesto de querer garantizar la soberanía alimentaria. Sin embargo, muchas de esas tierras sí están ocupadas por comunidades campesinas e indígenas. La CNTC y sus pequeños productores se sintieron excluidos por la medida y creen que se aprovechará el contexto de la crisis sanitaria para entregar las tierras a multinacionales y terratenientes. Lo que implicaría un incremento de los desalojos y una mayor criminalización.

La lideresa denuncia también la militarización del territorio hondureño en los últimos años. “Una no se siente segura cuando sale y se encuentra un retén militar cada 10 kilómetros”, resalta Santamaría. En ese sentido, el Gobierno también publicó un decreto que permite a las fuerzas militares promover proyectos agrícolas; si bien es cierto que podría declararse inconstitucional en breve.

La criminalización de las defensoras en Guatemala

El conflicto por la tierra, la criminalización, la falta de titulaciones, el despojo, la ausencia de desarrollo rural y la falta de reconocimiento del campesinado también tienen en Guatemala rostro de mujer.

“Defender los territorios es un delito en nuestro país”, afirma Lesbia Artola, defensora de la tierra y el territorio en Alta Verapaz, Guatemala. Su trabajo de acompañamiento en la región como lideresa en el Comité Campesino del Altiplano (CCDA), le ha valido de varias amenazas en redes sociales, telefónicamente y a través de sicarios. Además, está inmersa en tres procesos de criminalización en los juzgados, en los que se le acusa de narcotraficante. Pero no está sola en el proceso, sino que la acompaña Imelda Teyul, también miembro del CCDA. “Por el trabajo que hacemos nos llegan a acusar hasta de trata de blancas. Las asociaciones de finqueros y terratenientes montan estos shows para criminalizarnos, con el Estado como aliado”, asegura a través de videollamada.

Ambas son mujeres mayas q’eqchi', así como la gran mayoría de las campesinas de la región de las Verapaces en Guatemala (Alta y Baja Verapaz). “La mujer maya q’eqchi' es una mujer solidaria y firme en sus ideales. Como mujeres campesinas e indígenas sufrimos mucha discriminación y racismo. Nos tratan como cochineras, como si no supiéramos nada, solo por el simple hecho de vestir nuestra indumentaria”, destaca Teyul. Y afirma que, a pesar de la discriminación, tienen el entusiasmo de que unidas son más fuertes, lo que ha conllevado a un cambio de mentalidad y a ser más reconocidas dentro de las organizaciones.

Solo en la región q’eqchi', el CCDA acompaña a 362 comunidades con más de 8.000 personas asociadas. De esas comunidades, han logrado que 72 recuperen sus tierras, en un territorio donde hay más de 16 hidroeléctricas en toda la franja transversal del norte de Alta Verapaz.

La lucha de las mujeres campesinas en la defensa de la tierra es ardua: “Yo digo que me he convertido en una mujer 24/7. Trabajo las 24 horas del día y los siete días de la semana pensando en qué voy a hacer. No ha sido muy fácil, pero gracias al apoyo de las compañeras he logrado sacar la energía para no tener que migrar. La migración es demasiado cruel”, concluye Santamaría.

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