La lideresa indígena ch’orti’ Elodia Castillo Vásquez lucha para defender el derecho a la tierra de su comunidad en Guatemala y aboga para que ellas tomen las riendas de la causa.

El agua es al mismo tiempo una bendición y una condena para los guatemaltecos, según la defensora de los derechos humanos Elodia Castillo Vásquez. Cuatro millones de personas —alrededor de un cuarto de la población— no disponen de agua potable en su domicilio, a pesar de la riqueza de recursos hídricos del país. Esta paradoja afecta en particular a la comunidad indígena ch’orti’, de la que Castillo es uno de los rostros más conocido como portavoz de la lucha por el control del territorio.

La representante legal de la Coordinadora de Asociaciones y Comunidades para el Desarrollo Integral de la Región Ch´orti´(Comundich) denuncia que la pobreza y la inseguridad alimentaria que afectan a su comunidad son producto de un “despojo colonial” que priva a los indígenas de sus tierras, que empezó a finales del siglo XIX y sigue adelante. Esta situación de vulnerabilidad, denuncia Castillo, es fruto de trabas burocráticas y un recrudecimiento de la represión hacia los que denuncian esta situación.

“Guatemala no tiene una ley de agua. Esto impide sancionar hechos como la contaminación de ríos con productos químicos o que grandes empresas productoras de caña de azúcar desvíen los recursos hídricos, privando a las familias de agua. Para nosotros el agua es la base física y espiritual de la vida”, explica en la Semana Mundial del Agua, celebrada a finales de agosto en Estocolmo.

En los últimos años, al menos siete campesinos de la zona han sido asesinados y varias autoridades indígenas han denunciado persecución y detenciones. Este clima de violencia no es una característica exclusiva de Guatemala: el año 2017 ha sido el más letal para activistas y defensores de la tierra y el medio ambiente en 22 países, según la ONG británica Global Witness. Al menos 207 líderes indígenas, activistas comunitarios y ecologistas fueron asesinados por proteger sus comunidades de la minería, la agricultura a gran escala y otros negocios que ponen en peligro sus medios de vida.

Alrededor de un cuarto de la población de Guatemala no dispone de agua potable en su domicilio

Las leyes también se ponen del lado de las grandes empresas, sostiene la activista. “El Estado permanece ausente para atender las necesidades básicas de las comunidades indígenas, mientras que atiende a las grandes empresas”. Un reciente informe del World Resources Institute respalda su denuncia al demostrar que las compañías privadas pueden adueñarse de los recursos naturales de manera mucho más ágil y rápida que los mismos indígenas. Una empresa puede obtener la concesión de una tierra en un mes, mientras que un indígena tarda cinco años o no la recibe nunca.

Castillo, de 32 años, empezó desde muy joven a hacerse eco de las reivindicaciones de los más vulnerables, primero entre los alumnos de su escuela y luego a escala comunitaria, recuerda. “La juventud estaba muy poco involucrada en la defensa de los derechos del pueblo y las mujeres aún menos”, cuenta envuelta en un chal blanco y negro que que deja entrever su vestido tradicional verde. “Al principio, en las negociaciones, no me tomaban en serio, pero hoy estamos rompiendo paradigmas. Más mujeres se han sumado a la causa y están en la primera línea de la lucha derecho a la tierra, pese a estar marginalizadas por sociedad. Es una lucha colectiva, pero en cuanto mujeres tenemos que tomar las riendas junto con los hombres”.

Todo lo que sabe, sostiene la ganadora del premio para defensores de derechos humanos Alice Zachmann de 2017, lo aprendió sobre la marcha. Su familia no disponía de muchos recursos económicos, por eso dejó los estudios tras el bachillerato y tuvo que abandonar la idea de empezar la carrera de trabajo social. Se convirtió en la primera mujer en ostentar el cargo de alcaldesa de la ciudad maya Ch’orti’ in, no muy lejos de la frontera con Honduras, donde viven cerca de 50.000 personas, un cargo que sigue ejerciendo.

La lección más dura la aprendió en 2007, cuando mataron a su hermana. “Se equivocaron: el verdadero blanco de los asesinos era yo, ya me habían amenazado en varias ocasiones”. Las intimidaciones nunca lograron que diera un paso atrás, ni en ese entonces ni lo han conseguido en la actualidad. “Fue muy duro, pero tuvo que ser así. Eso me motivó aún más a levantar la voz. Quiero que nos escuchen porque ya no es tiempo de vivir en la esclavitud”.

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